martes, 20 de agosto de 2019

El vestido azul (Michèle Desbordes)


Nadie sabe lo que, en la tristeza de sus hogares y de sus habitaciones, piensan aquellos que ya no tienen nada que perder

Camille y su silla, la épica de la fidelidad y la espera, haciendo y deshaciendo recuerdos, andando y desandando caminos, el amor como un fantasma ingrávido e inalcanzable. Amar y perderse así, atenta al dolor, resignada, con la fatiga de la tristeza como una garra en las entrañas.

La hija rechazada, la amante ninguneada, la hermana traicionada. Repudiada, bella y atormentada. Amor u odio, quién sabe, agitación turbulenta de quien enloquece de exceso, de puro sentir. Exceso de amor, de creación, de vida. La conmoción de quien ama hasta la desesperación, con ebriedad, amor pirético y desasosegado. Amor escondido es amor condenado.

Amar hasta perderse y hacer de la pérdida una espera. Amor con el tiempo medido, el tictac descontando respiraciones con el abandono y el desamparo de lo que ya nunca volverá ni será, quizá nunca fue. Es tan fácil hablar y bailar cuando se desborda felicidad, tan valiente callar y esperar y esperar y esperar y callar, callar y callar cuando el dolor es tan insoportable como irreparable.

Uno la menospreció, otro calló y, quizás, bajó la mirada. Olvidar ira, olvidar reproches y solo amar y respirar, respirar para perdurar, respirar porque nada vuelve pero la esperanza no se va. Te pones un vestido azul y vas al mar. Quizás quieras dejar de respirar allí, en el húmedo azul de las olas, que el mar arrastre tu dolor y tu cansancio una vez que sueltas el lastre de las palabras. La vida como una trinchera en la que hay que concentrarse para provocar un latido. El corazón atado, el olvido por un reencuentro.

La vida es lo único que se reanuda, no se restablece, sino que vuelve a anudarse. Y Camille se repliega en sus vestidos, su silla, sus esperas, sus paseos, su confianza ciega, su amor constante, su fidelidad tozuda. Su silencio y su abismo.

Cuándo, cuándo llegará el sosiego.

©AnaBlasfuemia

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