“La Eisnerin no puede morir, no morirá, no lo permitiré. No morirá, no lo hará. Ahora no, no puedo. No, no morirá ahora porque no morirá. No puede. No lo hará. Si llego a París, vivirá. Así será, porque no puede ser de otra manera. No puede morir. Quizá más adelante, cuando lo permitamos”
A finales de 1974, Werner Herzog es informado de que su amiga Lotte Eisner (una de las primeras mujeres críticas de cine, a la que Herzog consideraba “la conciencia del Nuevo cine alemán”) estaba enferma de gravedad y que probablemente moriría. Herzog creyó que si iba a verla caminando, desde Múnich hasta París, la “Eisnerin” (apodo que le puso Bertolt Brecht) seguiría viva. E inició su camino, un paso y otro y otro. Solo.
Cuando caminas mucho, muchísimo, tu cabeza estalla, brama y arde y los pies aúllan de dolor. Con un frío que no es capaz de expresar, Herzog siente a las personas irreales y busca la emoción en el trayecto: el olor de los campos, la sombra del día, la rabia silvestre, el endrino y los cipreses, los resquicios de las nubes. Ya no camina: vaga.
Lluvia, tormenta, nieve, frío, frío, mucho frío. Durmiendo a la intemperie, asaltando casas vacías, caminando cada día hasta perder la razón y deseando que le crezcan unas alas. Sintiendo una soledad tan profunda como el intenso dolor de pies y de todo el cuerpo, Herzog vuela para que no se note que su cuerpo está destrozado. Las piernas caminan, él vuela con la mirada atraída por las formas vacías y lo desechado, embriagándose de una soledad que ya no tiene que ver con lo terrenal, la sintonía brutal con uno mismo, una soledad que te vacía del habla, voz sin sonido, palabras sin vínculo.
Herzog llegó a París y las primeras palabras que le dijo a Eisner fueron: “Abra la ventana, desde hace unos días puedo volar”. Eisner sobrevivió. El epílogo, las palabras que Herzog le dedicó ocho años después, en 1982, cuando le entregaron a Eisner el premio Helmunt Käutner, es brillante, emotivo e intenso, un cierre precioso. Con una prosa sencilla y emocionada Herzog la exime de vivir para siempre. Lotte Eisner, la Eisnerin, fallecería un año después.
“Todos deberíamos caminar”
Gracias Ana. Hermosa obra. De un valor inversamente proporcional a su escasa cantidad de páginas.
ResponderEliminarHola, Gabi. Es verdad, es un libro pequeño de tamaño pero grande de contenido.
EliminarUn abrazo