sábado, 22 de agosto de 2020

La nieve estaba sucia (Georges Simenon)


Todo el mundo tiene miedo

Y al final siempre el miedo mueve nuestras piernas: nos hace andar, correr, retroceder, quedarnos quietos. Nos atraviesa. Podemos llamarlo de mil maneras, incluso destino o ausencia, pero su verdadero nombre es ese: miedo. Un único nombre con infinitas caras. Cada persona con su miedo, carne de nuestra carne. Nieve sucia.

Simenon fue un autor prolijo pero de gran oficio. Muchos de mis veranos han tenido la forma de Agatha Christie y de Georges Simenon. Las novelas de Christie eran un reto, como resolver un crucigrama, buscaba pistas y los personajes, estereotipados, formaban parte de esas pistas. Las de Simenon tenían forma de literatura, de novela policiaca en donde los personajes tenían más relevancia y profundidad humana y la mente del criminal se retrataba con precisión psicológica. Tanto tiempo después, paso unos días de verano con Simenon y vuelvo a rendirme ante este peculiar autor y su grandeza literaria.

La nieve estaba sucia” es una extraordinaria muestra del talento de Simenon para construir personajes cuya psicología se disecciona con sutileza, escrupulosidad y rigor apoyándose en una prosa exacta, clara, comprimida y descriptiva en la que no hay nada inútil. También hay un depurado e inclemente retrato de una sociedad y una época que aun reconocemos en el presente.

El protagonista es agotador, un buitre en permanente y escudriñadora tensión. Un ser depravado que se mueve con la seguridad que da saber que la gente calla, que nadie dirá la verdad. Que maneja su propio miedo y utiliza el de los demás. Quizás, sólo quizás, la inocencia le incomode, apenas una inquietud imperceptible pero con la eficacia de una gota malaya.

Nos irrita Frank, su asombrosa frialdad, su aparente carencia de motivaciones (las motivaciones son escurridizas e imprecisas), sus actos violentos y miserables. Pero hay algo que nos incomoda todavía más: su huida hacia adelante provocando un destino que sabe ineludible. Nos incomoda porque siempre es inquietante reconocer lo que hay de humano detrás del monstruo: la ausencia del padre, la necesidad de reconocimiento, de redención. No hay compasión, ni siquiera para con uno mismo.

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