jueves, 31 de julio de 2025

Amada y perdida (Susie Boyt)

 

No puedo soportar que ella no quiera ser mi hija


Ese es el drama: el amor que duele, la imposibilidad de soltar y la paradoja de querer a alguien que no puede corresponder. “Amada y perdida” se adentra en la siempre compleja dinámica de dar y recibir cuidados, la deuda emocional entre madres e hijas y la posibilidad de reparación a través de la crianza de la siguiente generación.


Durante bastantes páginas pensé que iba a ser un buen libro. Ruth parecía saber cómo medir el dolor porque hablaba desde la preocupación serena y la ternura tozuda que solo una madre cansada y fiel puede sostener. Criaba a su nieta mientras su hija, Eleanor, lidiaba con una adicción que la había alejado de todo. 


El enfoque en un universo femenino, donde los hombres son figuras marginales o ausentes, es una elección que subraya la ambivalencia de los vínculos maternofiliales. El tema no es menor: la ruina emocional que deja la adicción en quienes rodean al adicto. La maternidad atravesada por el vacío de una hija viva pero inalcanzable. Es un duelo ambiguo, nadie está muerto, pero la persona está y no está, un duelo sin cuerpo ni ritual, donde la pérdida se filtra en cada gesto diario, en la cotidianeidad del día a día. Ahí el libro se sostenía con dignidad, en ese velatorio sin cadaver.


El lenguaje figurado, muy presente en toda la narración, ayuda a sortear el dramatismo sin diluir el peso real de lo vivido. Hay comparaciones ágiles, inesperadas a veces, pero nunca pretenciosas. Permiten que Ruth piense con libertad, sin quedar atrapada en el dolor. Eso me hizo leer con soltura, sin la sensación de estar metida en un lodazal sentimental. Y en ese tono confié.


Pero, a medida que leía, empecé a sentir una especie de desinterés narrativo por lo que, en teoría, era el núcleo emocional de todo: Eleanor. No porque no estuviera presente (su ausencia, su adicción, sus decisiones marcan cada gesto de Ruth), sino porque el libro no parecía querer mirar más allá. Se contaba su deterioro desde fuera, como si ahondar en ese sufrimiento y en su origen hubiera sido un exceso. Parecía que Boyt no quería mancharse las manos en las causas de la adicción y ahondar en ellas. 


Claro que podemos aceptar que no hay explicación fácil para la adicción, y no se trata de justificarla, pero tampoco de borrarla. Si lo que está en juego es el dolor de una madre ante una hija ausente por adicción, pero esa hija se mantiene todo el tiempo como una sombra, es que algo falla.


La estructura que al principio parecía firme fue dejando atrás lo más importante por falta de decisión narrativa. La debilidad de este libro, para mí, fue esa indecisión entre dos núcleos temáticos que exigen, cada uno, una profundidad distinta y una lógica emocional propia: el duelo inacabado por una hija viva, arrasada por la adicción; y el vínculo de cuidado con la nieta, que era una vía de reparación, una forma de sostener el amor cuando el daño con la hija se vuelve irreversible.


El problema no es la coexistencia de ambos temas, sino que Boyt no termina de decantarse: no profundiza en la oscuridad de Eleanor ni en la complejidad real del vínculo con Lily. Lo que en teoría podría ser una tensión fecunda se convierte en dispersión y esa dispersión emocional, lejos de enriquecer el relato, lo debilita. Tuve la sensación de que lo esencial se escapaba por no darle el espacio necesario.


Por eso me fui distanciando, no fue de golpe ni con rabia, sino como cuando se abandona algo que pierde credibilidad. Una lectura que empecé con interés sincero y terminó con decepción creciente. Lo terminé, eso sí, pero ya desconectada. No se trata de juzgar un libro, sino de escribir con honestidad lo que me hizo sentir, pero también lo que me dejó de hacer sentir.


No era decente recibir las dificultades de otras personas como si fueran una afrenta o un arma


Gracias, Susie Boyt. Gracias, Magdalena Palmer (traductora).


©AnaBlasfuemia

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