“Las verdaderas revoluciones son transformaciones: de lo que ya sabemos, de lo que siempre hemos tenido delante. Porque solo es verdadero lo que nos pertenece, aquello de lo que venimos”
No llegué a “Dos vidas” buscando a Trevi ni a Rocco. Llegué siguiendo una semilla: la de Pia Pera. Había leído “Aún no se lo he dicho a mí jardín” y quise saber más de ella, como si su jardín me llamara desde lejos. Me había conmovido su manera de mirar la muerte, no como un abismo, sino como una raíz que se hunde en la tierra.
Terminada la lectura, me siento a escribir mientras suena de fondo el Concierto para violín y orquesta en D Major, opus 61, de Beethoven. Es como si cada recuerdo de Rocco, Pia y Trevi se ordenara, se atenuara o se desbordara al compás de ese violín que no impone, pero acompaña. Mientras escribo, la música crea una cámara interior donde las palabras encuentran su tono justo, su latido.
Lo que Trevi escribe no es una biografía doble ni una elegía. Es algo más más íntimo: una forma de presencia. No reconstruye a través de la escritura, sino que da forma a lo que se desvanece. En este caso, dos voces que ya no están: la de Pia Pera y la de Rocco Carbone. Amigos, compañeros de ruta que marcaron una época de la vida de Trevi y que se han ido antes de tiempo.
Hay en “Dos vidas” una meditación íntima sobre la amistad, la escritura y el modo en que habitamos (y somos habitados por) las vidas ajenas. Trevi no pretende reconstruir el pasado, lo que hace es escucharlo, con una atención tan afinada que parece que cada frase ha sido escrita para no romper algo frágil. Porque se habla de dos fallecidos (Pia y Rocco), pero no para clausurar su memoria sino para dejarla vibrando, como una música que sigue sonando aunque no sepamos ya quién la toca.
Trevi no une a Rocco y Pia por sus semejanzas, sino que los contrapone. Pia es la reserva espiritual, la interioridad contemplativa, la que convierte la enfermedad en jardín. Rocco es la energía incandescente, el escritor de estilo puro, casi doloroso, que persigue una autenticidad sin concesiones. Y él, Trevi, se sitúa en medio, intentando comprender sin juzgar. No los convierte en figuras ejemplares: los mantiene humanos, contradictorios, hermosos en su imperfección.
Rocco Carbone irrumpe con una intensidad que no admite término medio. En su retrato hay vértigo, fuerza, una tensión perpetua entre lucidez y precipicio. Trevi no lo idealiza, sino que lo revive, lo examina, lo deja arder. Con Rocco, la relación fue eléctrica porque era brillante pero errático; culto, pero insaciable. Excesivo, contradictorio, desordenado y desarmante, Rocco era exceso y búsqueda, radicalidad, una ética feroz de la literatura. Había en él una incapacidad de fingir lo que no sentía, de negociar con lo mediocre, de tolerar el adormecimiento. Era tensión pura.
Trevi no intenta embellecerlo. Nos lo presenta con sus aristas, con su velocidad, esa mezcla de agresividad intelectual y necesidad de reconocimiento que lo hacía magnético y exasperante. Su muerte no clausura esa intensidad: la cristaliza. Pienso en lo difícil que debió de ser corregir un manuscrito póstumo sin traicionar al amigo. Convertirse, como dice Trevi, en su “prótesis”, su médium involuntario, la mano que sigue escribiendo por él. Es un acto de fidelidad extrema y honesto: cuidar la voz de quien ya no puede defenderla.
La figura de Pia Pera irradia otro tipo de presencia. No es menos honda, pero sí más callada. La música se ha hecho más lenta ahora, el violín parece retroceder, como si respirara con la tierra. Pia es esa respiración. Su jardín, sus últimos libros, su manera de mirar la vida mientras el cuerpo se debilitaba, son una forma de resistencia sin épica. Pia se volvió jardín, no solo como metáfora, sino como modo de estar. Trevi la mira con la delicadeza de quien ha comprendido que hay verdades que solo florecen en silencio. Escribe sobre ella con una devoción que es también pudor. Hay entre ella y el mundo un acuerdo tácito: no hablar de la enfermedad, seguir cuidando lo vivo. Pia permaneció junto a su jardín hasta el final, no para aferrarse a algo, sino para entregarse con lucidez a lo que aún vivía.
Trevi admira en Pia una integridad que no necesita afirmarse. Una belleza interior que se intensifica a medida que el cuerpo declina. Encuentra en su escritura una forma de poesía que no depende del verso, sino de la mirada. Esa escritura, donde se mezclan jardinería, filosofía, dolor y ternura, es para él una cima, no por su perfección estilística, sino por su verdad. Pia nunca embellece su decadencia y Trevi, al recordarla, no la idealiza: la sigue como quien escucha una música que aún resuena, aunque el instrumento haya callado. Trevi extrae de esa forma de estar en el mundo una lección: hay maneras de desaparecer que son, también, formas de permanecer.
Y está, por supuesto, el propio Trevi. No como narrador, sino como tercera vida: la que escribe, recuerda y duda. El violín se detiene un instante, hay una pausa, luego vuelve con una nota larga, sostenida. Ahí, justo ahí, se instala Trevi. Ya ha vivido más que sus dos amigos, ya los ha perdido, ya ha intentado nombrarlos. Pero lo que queda no es certeza, es pregunta: ¿Existieron de verdad? ¿Qué queda de ellos más allá de sus nombres? ¿Y si lo que creemos recordar no es más que el eco de lo que ya no somos?
La imagen de ir dejando atrás las islas de lo que fuimos, tiene ahora para mí un murmullo distinto. Con la música aún sonando, imagino ese mar lleno de luces tenues, de sombras antiguas. No hay nostalgia, hay una aceptación grave. Para Trevi escribir no es cerrar heridas, sino mantenerlas abiertas sin que sangren, permitir que sigan latiendo.
El largehtto va muriendo lentamente. Una nota se alarga como si no quisiera desaparecer del todo. Y en ese desvanecerse (sin solemnidad, sin ruido) se cuela también lo que este libro deja en mí. No sé si he entendido mejor a Rocco, a Pia o a Trevi, pero sí sé que, mientras escribía esto, todo seguía latiendo. Que había una música que no era solo de Beethoven. Era la música del recuerdo, de lo que persiste, de lo que ya no está y sin embargo se escribe.
La música marcó el ritmo de mi escritura de la reseña y aparece en el libro como editora emocional, un gesto que es acompañamiento íntimo del pulso narrativo compartido entre autor y memoria de amigos. El violín se apaga. La escritura también.
Gracias, Emanuel Trevi. Gracias, Juan Manuel Salmerón Arjona (traductor)
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