domingo, 3 de agosto de 2025

Espía de la primera persona (Sam Shepard)


 “¿Hay algún modo de sanar el presente?”

Con frecuencia, vuelvo a visionar la película “París, Texas” casi como un ritual. No entiendo del todo la razón (o tal vez sí pero no quiero contarla), pero sé que algo en esa historia (la lentitud, el silencio, la dificultad de volver, el hombre que no recuerda, la mujer detrás del cristal) me daña sin que yo lo controle. El guionista de “Paris-Texas” es Sam Shepard. Cuando conocí la existencia de este libro, supe que tenía que acudir al encuentro de esa voz que narra la pérdida con contención y la búsqueda con pudor. Y aquí estoy, sabiendo que esa misma voz que prefiere dejar preguntas antes que explicaciones tenía algo que decirme y que me iba a tocar la fibra.


Shepard estaba enfermo cuando escribió este libro (falleció al poco de terminarlo). Y esa enfermedad (la ELA, que le fue apagando la voz, las manos, el cuerpo entero) se convirtió en parte misma de la escritura. Al principio aún podía escribir a mano; más adelante grababa pasajes con esfuerzo; al final dictaba frases que otros transcribían, en una especie de coreografía íntima entre el habla que resiste y la escucha que cuida.


El pulso rítmico de “Espía de la primera persona” es el de quien sabe que cada frase puede ser la última. La escritura se vuelve seca, breve, casi lacónica, pero no es un recurso de estilo: es la forma inevitable que toma un cuerpo que ya no puede extender el aliento, la respiración irregular de alguien que tantea un mundo que ya no obedece. 


Hay algo estremecedor en el desdoblamiento del yo, que salta de la primera a la tercera persona, del observado al observador. Como si Shepard necesitara alejarse de su cuerpo para poder soportarlo o para poder escribirlo sin robarle la verdad. La voz narrativa no es un monólogo, sino un diálogo tácito entre dos presencias: el yo enfermo, presente en cada respiración, y el ojo atento que escudriña con distancia.


Lo que conmueve no es la estructura, sino lo que esta deja al descubierto: una conciencia escindida, entre el agotamiento y la lucidez. Shepard se convierte en su propio espía, solo desde fuera parece posible soportar lo que le ocurre por dentro. Esa distancia no anestesia ni aleja, sino que da forma. Es una mente que observa, se observa, recuerda, duda, y salta.


En la obra de Shepard el desierto nunca fue solo geografía, supo hacer del terreno árido una especie de verdad desnuda y aquí esa aridez se interioriza. Ese paisaje vuelve como textura anímica: lo árido del terreno refleja lo que queda del cuerpo y, en lugar de enmarcar, se disuelve en la conciencia enferma. El mundo visible no parece describirse, sino que traduce lo que pasa dentro. Lo que Shepard parece decirnos es: “yo ya no sé dónde estoy, pero sigo colocando banderas” (escribir como forma de dejar migas). A veces no sabes si lo que lees es un recuerdo o una escena real, pero tampoco importa… así es el mundo cuando se va.


El texto pone en tensión dos temporalidades: el pasado como algo que “se desmenuza”, que no aparece de golpe, sino a retazos, por partes, con fisuras; y el presente como una experiencia extrañamente despersonalizada, de absoluto anonimato. Esto tiene una fuerza brutal porque no se trata de la nostalgia típica ni tampoco la exaltación del mindfulness, es una especie de vértigo ante la desintegración de toda cronología: un presente sin sujeto, un pasado sin continuidad. Los recuerdos son convocados como si el narrador ya no perteneciera del todo al mundo al que mira.


Shepard se pregunta: ¿en qué consiste exactamente la experiencia del presente? Y no es una pregunta retórica ni está filosofando por deporte: está buscando un punto de anclaje en una conciencia que se deshilacha. Es el escritor-guionista que sabe que tiene que dejar señales, como si cada frase fuera una piedra blanca en el bosque de su desmemoria. Shepard no escribe desde la metáfora del mapa porque ya hasta el paisaje es una brújula incierta, sino que escribe desde la urgencia de no perderse.


Él quería saber si se puede curar el presente. Pero no lo hace como víctima, sino como alguien que está desmontando la máquina del tiempo desde dentro. No hay respuesta y por eso lo suyo es un lamento contenido, un grito en sordina por la atención (y yo diría que por una vida que no quiere extinguirse): la atención entre los vivos. Del uno al otro. Del ahora al siguiente ahora.


Es, literalmente, una escritura en agonía, pero no una escritura agónica, porque hay ternura, cuidado por el lenguaje, deseo de precisión. Shepard escribió con una humildad admirable y lo hizo desde un cuerpo que ya no podía sostener las frases largas, pero aún quería sostener el mundo.


No escribió su último libro en soledad. En los meses finales, fue dictando sus frases a su familia, que transcribían con cuidado. Patti Smith estuvo cerca, revisando con él el manuscrito, en un acto que era más de amistad que de edición. Se creo un espacio de intimidad y cuidados: silencios que conversan, gestos pequeños, delicados, gracias a los cuales este libro existe. Esa presencia discreta se nota también en la escritura: alguien que puede seguir hablando no porque tenga fuerzas, sino porque hay una red de apoyo, una respiración común. Y porque otros le escuchan. 


Espía de la primera persona” es casi insoportable de hermoso y de triste. Algunas críticas han dirigido sus dardos a que esa voz rota, dictada entre respiraciones, juega al enigma estético y que la fragmentación es excesiva. Que es críptico o incluso pretencioso. A mí estas opiniones me parecen de una ceguera crítica tremenda. Como si los lectores no pudiéramos soportar que alguien muera sin pedir perdón por ser literario.


Gracias, Sam Shepard. Gracias, Mauricio Bach (traductor)


©AnaBlasfuemia

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