“Lo mismo que todos los seres maltratados, temíamos que nos juzgaran”
Una de las pocas cosas que admiro sin reservas es la inteligencia cuando se muestra mordaz, lúcida, irónica y sin necesidad de grandilocuencia. Mary McCarthy tenía esa clase de inteligencia y me fascina su estilo directo, implacable, ágil y sin concesiones.
Cuestionó la sociedad, la política y la religión (y todo ello sin despeinarse ni perder el sarcasmo). Curiosamente (o no tanto) fue educada en un colegio de monjas. Pero este no es un libro que se limite a abordar la culpa católica o el conflicto entre fe y pensamiento crítico, sino que también expone cómo se forma una identidad y cómo ciertos hechos fijan imágenes de una misma que, con el tiempo, pueden revelarse como cimientos inestables.
Originalmente estas memorias se publicaron por entregas en una revista, luego se recopilaron bajo el título de “Memorias de una joven católica”. Por eso el libro comienza con un texto introductorio (“Al lector”), donde McCarthy ya deja claro lo que va a ofrecernos. Y ahí ya me rendí a su voz. Desde ese prólogo, anuncia que no escribe desde el resentimiento ni desde el drama. No busca culpables ni ajustar cuentas: se limita a observar con perspicacia los nudos de su infancia, más interesada en entender que en saldar. Cero autocompasión y cero victimismo, es una mirada analítica que fusiona con clarividencia la exposición de hechos personales e íntimos con distancia emocional.
Su análisis de la educación católica es un ejemplo de esa lucidez: no la rechaza por principio, la considera tendenciosa pero también valiosa como historia viva que moldea silenciosamente nuestra idea del bien, del mal, de la muerte, del amor. La institución es más arquitectura simbólica que trauma.
Desde el principio deja claro que no es una narradora fiable (otra prueba de su honestidad). Es muy consciente de que la memoria no es infalible, que cuando recordamos, reconstruimos. Me encantó cómo trata la memoria colectiva familiar: los padres transmiten la historia de la familia y también enmiendan recuerdos infantiles (pone un ejemplo magnífico, un recuerdo de su hijo que ella subsana, como si fuera un error de imprenta en su memoria). Ella no tuvo mucha oportunidad de construir esa memoria colectiva: perdió a sus padres a los seis años.
Ese juego de memoria y metamemoria recorre todo el libro. Al final de cada capítulo añade notas donde examina sus recuerdos, los matiza, duda, se corrige. Es un gesto importante: escribe sobre su infancia desde la adulta que fue y después revisa ese recuerdo desde otra distancia mayor. El lector no solo asiste al relato: asiste a cómo el relato se construye y cómo piensa sobre lo narrado. Y, además, es muy crítica consigo misma.
Lo que más me ha impresionado es que ni siquiera en los momentos más duros cae en lo lacrimógeno. Todo está narrado con la exactitud de quien manipula un circuito sin desconectar la corriente. Esa frialdad lúcida, esa ironía precisa, intuyo que es su forma de protegerse (quizá también al lector). Es fiel a la niña que fue, pero no se permite abrazarla.
A McCarthy no la castigaban ni rechazaban por lo que hacía, sino por lo que era: inteligente, rebelde, observadora. Describe cómo una niña aprende a interpretar papeles para calmar a los adultos, aunque eso implique traicionarse. Esa actuación constante deja una herida: reconstruir una identidad que se fragmentó para sobrevivir. Pocas cosas dañan más que esas humillaciones discretas que convierten en amenaza lo que debería de proteger. Un entorno que, en vez de sostenerte, te traga.
Pero siempre hay resquicios: el entorno fue opresivo y frío, pero su mundo interior se ensanchó gracias a la cultura, la literatura y la imaginación. Encontró su voz (una voz que no duda ni aunque pase un sacerdote con incienso) y convirtió miedo, culpa y silencio en relato, inteligencia narrativa y mirada crítica. No hay autoindulgencia ni ternura explícita, pero sí orgullo y libertad. Esa resistencia a la emoción no pedida pesa, pero es su modo de mirar lo no resuelto ni reconciliado: se puede entender y cerrar sin abrazos ni perdones. Basta con mirarlo de frente. Y, en su caso, escribirlo. Porque lo del abrazo, ya si eso, otro día.
Gracias, Mary McCarthy. Gracias, Andrés Bosch (traductor)
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