“Intento que mis amigos no lo noten. Ellos buscan una “yo” bromista y libre. No la encuentran. En su mundo, las subidas y bajadas no son tan intensas. En su mundo, la exaltación no llega al grado de la locura. En su mundo, el malestar no se convierte en miedo a la muerte, quizá incluso en un deseo de morir. A ellos siempre les apetece comer. Comen de forma regular. No se alimentan de emociones y sentimientos”
En esta cita se condensa el desbordamiento, la lucidez amarga de quien vive en un régimen emocional que otros ni siquiera alcanzan a imaginar. Özlü padecía trastorno maníaco-depresivo, hoy llamado bipolar. Y este libro (oh, sí) es autoficción. Si llegas a él a ciegas, te vas a encontrar con una narrativa confusa, no lineal, alternando tiempos cronológicos, con personajes que entran y salen abruptamente, vivos o muertos según el párrafo. “Las fría noches de la infancia” es un flujo de conciencia en el que las emociones de la protagonista desbordan la lógica narrativa.
Fue una niña turca educada primero en la tradición musulmana y luego, a partir de los diez años, en un colegio de monjas católicas muy rígidas y disciplinadas ellas. Allí le inculcaron que la muerte es el momento más sagrado porque permite la unión con Dios. No sé si es buena idea enseñar a los niños que la muerte es un anhelo, una meta, y menos a una niña que ya tenía con la muerte una relación un tanto especial. Nadie la ayudaba a ordenar su pensamiento. La vida se le presentaba como un desorden sin promesas.
“Me obsesiona la idea de la muerte. Día y noche pienso en matarme. No tengo ninguna razón específica. Si vivo, bien; y si no, también. Es sólo una inquietud. Una inquietud que me impulsa a intentar matarme”
Así, sin razón aparente salvo que era de noche y hacía mucho frío, siendo adolescente, Özlü se atiborra de pastillas. Tal vez para vengarse, tal vez para probar hasta dónde podía llegar. Sobrevive y es ingresada en su primer centro psiquiátrico. Su padre, maestro de férrea disciplina, se limita a preguntar: “Habiendo comida tan rica, ¿cómo puede pensar uno en morir?”. Su madre, también maestra, calla.
Özlü era libre, libre su mente y libre su cuerpo. Lo que pensaba, lo hacía y lo que deseaba, lo decía. Y eso no lo hace todo el mundo. No le gustaban las normas, ni las apariencias, ni la insignificancia burguesa. Creció entre rabia y frío: calles, barrio, colchones de lana. Le importaban los cuerpos, la calidez de otros cuerpos. Su lucha, su ideología, su placer: todo formaba parte de esa libertad feroz y a contracorriente.
Su escritura era igual que su mente: un flujo imparable de ideas, de sensibilidad a flor de piel. Esa mente enferma, bipolar, la arrastró por distintos centros psiquiátricos. Pastillas, electroshocks, violaciones. Tanto dolor, tanto cansancio de enloquecer, recobrar el juicio y volver a empezar. El bucle de la locura y la lucidez brutal de saber qué no hay cura y que sí:
“Lo que me cura no es el tratamiento electroconvulsivo. Ni los medicamentos. Lo que me cura es el inmenso y profundo miedo que me da que me encierren de nuevo en esas clínicas”
El miedo como medicina y como último refugio. Özlü falleció en 1986. No se suicidó, fue un cáncer lo que pudo con su vida intensa y dislocada. No os quedéis tristes: sufrió mucho, sí, pero también sintió y disfrutó en abundancia. Vivió libre, escribió honesta, buscó sentido en medio de una sociedad represiva y alienante.
Es inevitable recordar a Unica Zürn. Ambas partieron de vivencias psíquicas devastadoras, pero sus escrituras habitaron en planos muy distintos. Zürn convertía el desgarro en forma, la locura en lenguaje: visionaria, delirante, atravesada por símbolos y pulsiones, casi sagrada. Özlü, en cambio, escribía desde la insistencia del malestar, desde lo que no se sublima, lo que no se transforma: desde la pura resistencia. No hay arquitectura en su escritura, solo flujo. No es lo que el lenguaje hace con la locura, sino lo que la locura le hace al lenguaje.
Leerlas es escuchar otra lengua: la del desborde, la del miedo, la de la euforia que no cabe en los diccionarios de la cordura. No es literatura de síntomas, es literatura de umbrales. No se puede afrontar la locura únicamente desde lo racional, hay una identidad lingüística en ella que tenemos que ser capaces de interpretar.
“La mayoría de las veces nos pasamos la vida con el recuerdo de la felicidad pasada. Pero en determinados momentos de nuestra existencia, ese mismo entusiasmo cobra vida en una forma concreta y envuelve nuestro ser día y noche. En una canción. En un cuadro. En un largo bulevar. En las caricias a un ser humano. En un árbol de hojas susurrantes”
Gracias, Tezer Özlü. Gracias, Rafael Carpintero Ortega (traductor)