viernes, 31 de octubre de 2025

Gente muy fría (Sarah Manguso)

Y por fin comprendí por qué no se veía a sí misma como una persona destrozada. Se me hizo evidente que lo que le había pasado no era algo inusual, era corriente, era demasiado común para siquiera contar como historia. Que ni siquiera era en absoluto una historia


Tuve que esperar antes de escribir porque las sensaciones eran demasiado disonantes como para fingir que podía organizar una opinión limpia. Solo con el reposo acepté que no haría falta conciliar las contradicciones, sino escribir con ellas.


Gente muy fría” cuenta la infancia y adolescencia de Ruthie, una niña criada en Waitsfield, Massachusetts. Un lugar marcado por un invierno cruel y la rígida división de clases. Ruthie y su familia pertenecen a los que viven al margen, los que nunca terminan de sentirse parte de nada, ni siquiera de sí mismos. La nieve y el frío son una atmósfera emocional, un hielo que se filtra en los vínculos familiares, en las relaciones sociales, en el propio sentido de identidad. El pueblo, con sus siglos de historia y sus seis cementerios, no es un simple escenario: es un lugar cargado de memoria, tradición y expectativas sociales muy rígidas.


Manguso escribe a ráfagas: párrafos telegráficos, recuerdos breves, escenas contadas con una frialdad que esconde más de lo que muestra. Ese estilo, de entrada, me atrapó: transmite emociones complejas con lo justo, sin excesos y refleja muy bien la vida de Ruthie: una existencia donde todo parece estar comprimido, donde las emociones no se despliegan, sino que se acumulan y dispersan. Este ritmo narrativo es un acierto, pero ese minimalismo, que al principio construye bien la atmósfera fría del relato, acaba volviéndose trampa narrativa. La historia se atasca en un bucle de escenas repetidas: pobreza, desapego, indiferencia, autoestima rota, vergüenza.


Es evidente que la repetición busca reflejar cómo se vive y construye el trauma: en fragmentos, en recuerdos sueltos que emergen sin orden claro ni progresión narrativa coherente. Pero este recurso, que podría ser poderoso, se diluye por la insistencia en utilizar el mismo patrón. Solo en las últimas páginas vemos un crecimiento claro en Ruthie. Para entonces, todo ese peso emocional descargado casi de golpe se siente como un alud tardío. Cuando llegamos al núcleo de su dolor, ya hemos sido anestesiados por la reiteración.


El padre, aunque menos presente, encarna otra variante de esa frialdad estructural: la de la indiferencia sostenida (aunque pesa como una losa). Es un hombre despreocupado, ineficaz, incapaz de ofrecer a su hija el afecto o la protección que necesita. No es un padre abusivo en lo físico, pero su negligencia emocional resulta igualmente devastadora. Para Ruthie, su ausencia es otra forma de frío.


La madre se nos presenta como una figura egoísta, exhibicionista, contradictoria hasta casi la bipolaridad, gélida y emocionalmente ausente, pero termina revelándose como una víctima que se ha convertido en su propio carcelero. Manguso deja entrever que en esa indiferencia glacial de la madre hay una forma desesperada de proteger a Ruthie, de endurecerla para que sobreviva en este mundo hostil. Cuando la madre hace una revelación, casi de forma casual, se desmorona la imagen de su arrogancia.


Manguso muestra con mucho tino que el abuso, cuando se normaliza, se convierte en parte del tejido mismo de las relaciones familiares. La madre de Ruthie no ve sus propios traumas como algo extraordinario. Ella misma ha crecido así y Ruthie hereda esa percepción distorsionada de las relaciones humanas. El pueblo de Waitsfield refuerza esa atmósfera donde el dolor no se cuestiona, solo se soporta. Hay una aceptación del abuso y una transmisión del trauma que forma parte del entretejido de sus habitantes.


Ruthie logra escapar y construir una vida no muy lejos de ese hielo emocional. Pero ese final deja una sensación ambigua, no parece haber alcanzado una verdadera paz, solo una resignación (que tal vez sea una forma de paz, también os digo). El momento en que dice que “había dejado de esperar”, más que un alivio, transmite una forma de agotamiento que cancela incluso el deseo de comprender.


Gente muy fría” es un retrato certero de la pobreza emocional, del daño intergeneracional, del trauma convertido en tradición familiar y social, una historia de supervivencia emocional, de cómo se construye una herida psíquica y de cómo esto afecta a la salud mental. Pero todo queda lastrado por esa estructura repetitiva y un ritmo narrativo que cae durante demasiado tiempo en un barro que no permite avanzar. Al reposar la lectura, gana peso; al leerla, pierde fuerza en su propia inercia.


Gracias, Sarah Manguso. Gracias, Julia Osuna Aguilar (traductora)


©AnaBlasfuemia




miércoles, 22 de octubre de 2025

¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (Raymond Carver)

…y un día se sintió al borde de una suerte de descubrimiento trascendental acerca de sí mismo. Revelación que nunca tuvo lugar


Yo, buscadora profesional de citas en todo aquello que leo (citas a las que me agarro como si fueran un hueco en el que quedarme pensando) solo he subrayado UNA frase en este libro. ¿Cómo subrayar lo que se calla, lo que se aplaza, lo que pesa más por su ausencia que por su forma? Hay atmósferas, silencios, pausas… ¡y a ver como se subraya eso!.


No, Carver no es un escritor de frases para subrayar ni de citas brillantes. Carver es el escritor de los silencios, de lo ausente, de los gestos apenas esbozados, de las frases que se quedan flotando a medias. Y esa frase subrayada es, quizá, el resumen de todo su universo: la vida como la espera de una revelación que nunca llega, como una pregunta que nadie contesta, como algo que casi comprendemos pero no del todo, como un eco que se desvanece. Sus relatos son aquello que intuimos pero no sucede. Este libro es Carver en estado puro: la vida como un desgarro callado, la comunicación fallida, el deseo que no se cumple, la palabra o el acto que no llega.


Carver retrata a menudo a hombres grises, atrapados en una vida que no entienden; marcados por la pérdida de trabajo (o con trabajos precarios), de propósito y de poder. Son personajes que no saben estar en el mundo: han perdido su lugar, han sido expulsados de la seguridad del trabajo, de la casa, del amor. Y los muestra sin compasión, pero también sin juicio: son hombres que se quedan atrás, no porque no quieran avanzar, sino porque no saben cómo hacerlo


Esa mirada de Carver, sin juicio pero profundamente humana, es una de las claves que hace que sus cuentos sigan resonando con tanta fuerza. Lo que sugiere es que esta crisis de masculinidad es también una crisis social y cultural: son hijos de una época en la que el rol masculino se definía por el trabajo y el sustento económico. Y cuando ese pilar se derrumba, ¿qué queda?: nada que puedan reconocer como propio. No tienen herramientas para reconstruirse y la intimidad (frágil, exigente) también se desmorona. El desempleo es el síntoma; la soledad y la desconexión emocional, las consecuencias. El hogar deja de ser refugio y se convierte en frontera.


Las mujeres, en cambio, tienen un papel más complejo. A veces son figuras activas, que toman el timón y que, a menudo, poseen una claridad emocional que les permite reconocer las grietas en sus relaciones y en sus vidas. Pero también están las mujeres que callan, las que se resignan, las que se apartan hacia su lado de la cama o las que quieren hablar y no encuentran con quién. En Carver, las mujeres son a menudo las que cargan con el peso de lo que se silencia, las que sienten antes y mejor que algo se está rompiendo, aunque no siempre tienen el poder o los medios para cambiar su situación, pero su conciencia de la realidad les otorga una forma de resistencia casi afónica.


El estilo de Carver es inconfundible: frases cortas, como si le pesara cada palabra de más. Sus diálogos funcionan más como defensa que como intercambio: se habla, sí, pero para rodear lo esencial, no para nombrarlo. Carver escribe con un oído finísimo para las conversaciones reales, esas en las que lo que se dice parece ir por un carril distinto al de lo que se siente. Usa el minimalismo como herramienta porque no escribe para explicar: escribe para que miremos.


El último relato, que da título a la colección (“¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”), destaca respecto a los demás por su profundidad emocional y su exploración de la fragilidad humana. Sin dramatismos, pero hay una mayor introspección y una reacción emocional más evidente por parte del protagonista. De hecho parece que este relato marcó una evolución en la obra de Carver, empezando a mostrar una mayor profundidad en la caracterización y una exploración más compasiva de sus personajes. 


Carver nos lanza estos relatos como piedras en un lago: las ondas se propagan solas y reverberarán distinto en cada lector. Pueden desconcertar, pero eso es una señal inequívoca de que Carver quiso dejar ese hueco para que nos sintamos interpelados. Escribe como si la vida real fuera suficiente y bastara con mirar con atención.


Leer a Carver es un ejercicio de paciencia, de empatía, de apertura. Te obliga a completar el relato justo donde no hay palabras, sino silencios y gestos. Cada relato es como una pieza de puzzle incompleta: te pide que entres y la completes con tu propia experiencia y por eso su lectura no es cómoda ni cerrada, es un espacio abierto para sentir, para pensar, para ser parte. Carver recurre de forma constante al uso del punto de vista limitado: no nos da toda la información, solo lo que ve un personaje, lo que siente en un momento dado, y esto nos obliga a leer entre líneas, a reconstruir lo que falta, a ser lectores activos. Y eso es un arte al alcance de pocos escritores.


Gracias, Raymond Carver. Gracias, Jesús Zulaika (traductor)


©AnaBlasfuemia



martes, 14 de octubre de 2025

Aún nos queda el teléfono (Erica Van Horn)


Ella quiere contar su vida a su manera. Yo necesito recordarla a mi manera. Necesito aferrarme a las partes de ella que me generan ternura y necesito recordarme aquellas cosas que me resultan molestas. A mi madre le interesa su versión de los hechos. A mí me interesan los detalles. Estoy recopilando las cosas que puede que llegue a olvidar

Esta cita me conmovió y me tocó profundamente, por eso leí este libro. Pero no fue suficiente.


Van Horn trabaja con una confianza radical en lo mínimo: objetos, gestos, repeticiones domésticas que, por acumulación, deberían trazar la silueta de una madre sin necesidad de escena magna ni gran discurso. Registra sin subraya, dejar que el detalle sea el portador del afecto, mantiene el pulso bajo para no traicionar lo observado. Hay sobriedad: economía de medios, humor seco, ternura vigilada.


La apuesta es clara y funciona cuando lo minucioso, por modesto que sea, vibra con el resto, cuando el gesto anodino (un sobre, un huevo, una lista…) se vuelve un signo de carácter y no un mero apunte de libreta. Pero no funciona cuando el apunte queda suelto y no encuentra eco, como si la vida estuviera hecha solo de enseres desplegados sobre la mesa sin una corriente subterránea que los ligue. Y en esa alternancia se decide la lectura: a veces toca la fibra con precisión contenida, otras el mismo recurso se queda corto y deja sensación de irrelevancia.


Van Horn consigue que su logro sea también su limitación. Es decir, eleva las pequeñas obsesiones y rituales domésticos de su madre a la categoría de tema central. Hay una belleza lírica del detalle y de lo trivial que en ocasiones resulta demasiado ensimismada. Y también hay una voluntad consciente de evitar el dramatismo que se agradece, pero roza la distancia emocional con frecuencia. La madre nos puede resultar entrañable por su excentricidad y vitalidad, pero la relación madre-hija queda excesivamente atenuada.


No logra que el relato sea universal, aunque la experiencia materno-filial se detalle con cierto afecto y humor no se eleva a una reflexión más amplia porque queda demasiado cerca de lo anecdótico, de las peculiaridades idiosincrásicas de sus personajes.


Cuando la serie de anécdotas no arma constelación y queda como papeleo, entonces el mismo método, repetido sin variación suficiente, se transforma en riesgo. Es un problema de modulación. Tiende a un registro único (observación breve, remate discreto, corte) y esa monocromía embota. Hay páginas que tocan la fibra con una puntería impecable, pero hay otras que no añaden sombra ni relieve. La miniatura exige una precisión brutal: cuando se pierde una décima, el conjunto lo nota.


Van Horn parece confiar en que los lectores completemos, que la fragmentación sea suficiente para generar sentido. Pero esa apuesta exige una complicidad que no siempre se da. El resultado es un libro que se lee con facilidad, pero que deja una sensación de ligereza excesiva, como si se hubiera evitado deliberadamente cualquier profundidad incómoda.


Pero su propuesta literaria tiene un valor innegable al reivindicar la memoria como línea de transmisión, celebrar la excentricidad e ingenio de la vejez y curar las heridas de la distancia física con la ternura del ritual telefónico. La intención es clara: mostrar que la vida se compone de gestos mínimos, que el vínculo entre madre e hija se revela en lo cotidiano.


Se puede admirar la proeza en esa mirada que ve galaxias en cosas pequeñas, la rara lealtad a lo mínimo y, sin embargo, no terminar de entrar, porque la música no siempre vibra, la cadencia se bloquea y la economía de medios, tan limpia, corre el riesgo de parecer simple inventario al faltarle variación rítmica o densidad asociativa para que el detalle deje de ser dato y se convierta en motivo (o en emotivo).


No puedo llamarte y, aun así, marco. La conversación ya no está; el acto de marcar, sí. A veces me gustaría poder llamarte sabiendo que no me vas a escuchar ni te va a importar, y aun así oírme decir algo irrelevante sobre el tiempo, que ojalá lloviera o que he hecho un huevo con carácter y que tú me contestaras que el mando de la televisión no funciona y yo te replicara que le cambies las pilas y que no fumes en la cama y que te quiero y me quieres. Ese mínimo me bastaría.


Gracias, Erica Van Horn. Gracias, Ana Flecha Marco (traductora)


©AnaBlasfuemia




martes, 7 de octubre de 2025

Autorretrato en el estudio (Giorgio Agamben)

Si pienso en los amigos y en las personas a las que he amado, me parece que todas tienen algo en común que sólo podría expresar con estas palabras: lo indestructible en ellas era su fragilidad, su infinita capacidad de ser destruidas. Y quizá sea esta la más justa definición de lo humano


Giorgio Agamben escribió “Autorretrato en el estudio como quien se detiene a mirar los objetos que han estado a su lado mientras pensaba. Como Sócrates en su última hora, Agamben se presenta como alguien que ha hecho de su estudio un campo de batalla contra el tiempo. No es una autobiografía sino una suerte de instantáneas de los espacios que ha habitado, de los libros, imágenes, objetos y personas que le han acompañado. Un autorretrato, sí, pero sin figura central.


El protagonista aquí no es el “yo”, sino el umbral entre el pensamiento y las cosas, entre la vida y su forma. Agamben convierte estos espacios (que son refugio, laboratorio, trinchera y santuario a la vez) en un espejo oblicuo de su forma de estar en el mundo. Cada objeto nombrado, cada estante, cada fragmento convocado, actúa como un disparador que enlaza lo cotidiano con lo conceptual, sin necesidad de argumentar nada. Simplemente mostrando, como si el pensamiento pudiera dejarse ver mejor cuando no se dice directamente. Porque si algo ha rechazado siempre Agamben es la espectacularización del pensamiento y ese gesto es el signo de una ética: la ética de la retirada (sin huir, pero sin exhibirse).


El libro se organiza como un atlas interior, dispuesto más por afinidades secretas que por lógica discursiva. Agamben lo ha dicho de muchas formas, y en este libro lo reitera sin subrayarlo: un filósofo no es alguien que impone su voz, sino alguien que escucha. Alguien que trabaja con palabras ajenas, con imágenes prestadas, con conceptos que ha heredado y a los que intenta, apenas, dar forma. Para él la filosofía es escribir entre la lengua y el silencio, entre la palabra y aquello que la excede.


"Autorretrato en el estudio" podría leerse como una forma bartlebyana de narrarse: rehusando a la narración misma, prefiriendo no contar, pero dejando que las cosas hablen por él. El libro no se abre fácilmente: hay que entrar en él como quien cruza el umbral de una habitación en penumbra, sin saber muy bien qué se busca. Esa opacidad puede resultar excluyente, también lo digo.


Es evidente el tono contenido, elegíaco, sin desgarro: Agamben despliega una erudición vastísima (una constelación erudita que recorre siglos, disciplinas, lenguas, nombres), pero evita el quiebre emocional. No hay confesión ni sentimentalismo, sino que elige la gravedad serena, la evocación y afinidad, frente a la intimidad desgarrada. Esa sujeción es parte de su compromiso con el pensamiento y el lenguaje.


Es una escritura que se mueve entre la memoria intelectual y el gesto litúrgico, pero que rara vez baja a lo afectivo o a lo íntimo como desbordamiento. Agamben convoca a sus muertos, pero no los llora; los nombra con la gravedad de quien prolonga una voz, no con la fragilidad de quien se derrumba ante la pérdida. Incluso sus elogios más intensos están medidos, casi ceremoniales. No cede nunca a la sentimentalidad exhibicionista. Es una manera de mantener la dignidad del pensamiento, de oponerle al flujo emocional constante una forma de gravedad antigua, casi monástica.


En este autorretrato melancólico, un mundo cultural desaparecido vuelve a hablar y al hacerlo deja al descubierto la intemperie de nuestro presente. Así, a través de un lenguaje literario y filosófico, Agamben consigue dos cosas: retratar una comunidad en extinción y, al mismo tiempo, lanzar una crítica poética a la pobreza espiritual de la época actual. Leer este libro exige atención, paciencia,  la voluntad de quedarse en lo no evidente. No es una lectura que se ofrezca, hay que ir a su encuentro. Y la pobreza humanística y cultural de nuestros tiempos requiere (urge) ir a ese encuentro.


Gracias, Giorgio Agamben. Gracias, Rodrigo Molina-Zavalia y Mª Teresa D’Meza (traductores)


©AnaBlasfuemia

viernes, 3 de octubre de 2025

El papel pintado amarillo (Charlotte Perkins Gilman)


Hay cosas en ese papel que nadie, salvo yo, conoce ni conocerá jamás


Charlotte Perkins Gilman escribió este relato no para que nadie enloqueciera, sino para evitar que algunas personas fueran llevadas a la locura. Habla de un encierro, pero no de ese que se mide en barrotes ni en candados sino de otro más sutil, más cotidiano, más difícil de señalar porque se disfraza de cuidado, de amor, de reposo necesario, de prescripción médica. 


Una mujer encerrada para que no piense demasiado, para que no se fatigue, para que no escriba, para que no moleste, para que no quiera. La encierran porque otros han decidido por ella. Encerrada en una habitación donde las paredes llevan un papel pintado amarillo, sucio, repetitivo, absurdo. Y lo mismo que ese papel horrible y amarillo se pega al cuarto donde está confinada, el relato se te pega a la piel según lo vas leyendo.


El horror no está en el papel de la pared ni en el color, sino en la quietud forzada. Está en la voz del marido, en la del médico, en todas esas voces que dicen lo mismo disfrazadas de preocupación: lo mejor para ella es que se quede quieta, que no se altere, que no haga caso a lo que siente porque lo que siente no cuenta. Eso es lo peor: no hay castigo visible, no hay maldad consciente. Solo rutina, hábitos, normas dictadas desde la costumbre y la seguridad de quien nunca ha tenido que mirar demasiado tiempo una pared.


La protagonista se va quedando sola con ese papel pintado hasta no distinguir lo que es imaginación, lo que es deseo, lo que es resistencia, lo que es agotamiento. El dibujo parece moverse, retorcerse, esconder figuras que se arrastran detrás. Mirarlo demasiado es empezar a creer en él, es empezar a confundirse con lo que encierra. 


Es la historia de un desgaste mental. Es la mente que al final deja de sostenerse porque ha aprendido que no puede hacerlo. El final es tan lógico que ni siquiera sorprende: no podía acabar de otro modo. Nadie puede quedarse tanto tiempo quieta frente a una pared sin terminar por arrastrarse dentro de ella.


Gilman no escribe desde el espectáculo de la locura llamativa, sino desde algo más común y más incómodo, desde el desmoronamiento invisible, el que sucede despacio, en voz baja, detrás de puertas cerradas. Su relato no necesita explicitar ninguna denuncia porque la trama es ya suficiente ironía, suficiente sarcasmo: una mujer aislada por su propio bien, mientras a su alrededor el papel pintado se vuelve más real que la propia realidad.


Aquí no se pide empatía, sino que se muestra lo que sucede cuando alguien es borrado poco a poco en nombre del amor, de la ciencia, del orden. Lo escribió porque no había otra forma de decirlo. Porque ella también supo lo que era estar encerrada en una habitación que no parecía una cárcel pero lo era.


Gilman escribió este cuento desde la experiencia vivida, y eso se nota porque nadie habla así de la herida si no ha sentido antes el filo. Hay rabia contenida en sus palabras, pero también una precisión implacable, una ironía fina que atraviesa sin piedad al poder médico, a los maridos bienintencionados, a las voces que desde afuera explican cómo debemos ser, cómo debemos sentir, cómo debemos sanar. Habla de la suavidad con la que se imponen ciertas violencias: no con gritos, no con golpes, sino con diagnósticos, con palabras dulces, con cuidados que no permiten respirar.


Sentí que esta breve narración no hablaba solamente de la protagonista ni del siglo XIX ni de las mujeres encerradas por diagnósticos crueles y paternalistas. Habla también de la textura engañosamente amable de algunos consuelos vacíos, la rutina repetida hasta la náusea, el mandato de descanso cuando lo que pide el alma es vida, movimiento, libertad de sentir hasta el fondo, hasta la incomodidad y más allá.


No hay salida porque todavía no la hemos encontrado. Solo queda mirar esa pared y entender que sigue ahí, que no ha dejado de existir. Y que otros siguen diciendo lo que es mejor para las mujeres, para las que sienten demasiado, para las que escriben demasiado, para las que no aceptan quedarse quietas. En esto no hay ninguna metáfora, es la realidad que había, la que todavía hay.


Gracias, Charlotte Perkins Gilman. Gracias, María Tabuyo y Agustín López (traductores)


©AnaBlasfuemia