“¿Está exenta la traducción de censura, puede construir una ética de espaldas al texto? ¿Puede un traductor convencional mejorar el nivel de un texto banal ¿hasta donde se puede llegar en la originalidad sin que la traducción se convierta en una transformance?”
Cerré esta breve ensayo poético sobre la traducción (si es que algo tan vivo puede cerrarse) sabiendo que la traducción no es un tema que se clausure, sino un espacio abierto, una tierra de preguntas, una práctica de riesgo, de escucha, de deseo. Lo que encontré en este libro no es un manual, ni una teoría cerrada, ni una respuesta definitiva sobre qué es traducir, sino una serie de fogonazos, de intuiciones poéticas, de reflexiones cargadas de alma y de inteligencia que iluminan aquello que a veces olvidamos como lectores: que leer una traducción es un acto de confianza en un trabajo invisible; que detrás de cada palabra traducida hay una vibración, una respiración, una tensión, una elección y que traducir (sobre todo traducir poesía) es traducir lo intraducible: no solo el sentido, sino el temblor, el pulso, la vibración, el misterio del texto original.
También nosotros, como lectores, participamos en esa cadena de transformaciones. Leer la traducción de una novela o un poema, no es un acto pasivo: es dejarse afectar por el temblor de otra voz, de otro tiempo, de otra lengua. El lector es también una vibración más en este proceso, un cuerpo que recibe, que interpreta, que siente. Y eso es hermoso, porque nos recuerda que la traducción es, en el fondo, un acto colectivo: un libro pasa de una mano a otra, de una mente a otra, de una lengua a otra, y en cada paso se transforma, cambia… y también nos cambia. Quien lee, traduce.
Para Brossard la traducción es un acto de alteridad, un espacio de fascinación, de misterio, de tensión entre el placer y el dolor: leer al otro, ser otro. Traducir es aceptar ser atravesado por la lengua del otro. No es solo un acto técnico: es un proceso de metamorfosis. Al traducir, nos dejamos afectar, transformar, desestabilizar; el traductor es un intérprete, como un músico: lee, escucha, respira, y en esa interpretación, cambia el texto y es cambiado por él. Y los lectores somos un testigo vibrante de este proceso: recibimos la voz transformada, la hacemos nuestra, la dejamos entrar en nuestra vida. Por eso, traducir es entrar en esa franja vibratoria del poema, ese espacio donde lo que vibra no se puede explicar, solo sentir.
Brossard habla de franja vibratoria para referirse a traducir lo que tiembla. El poema es una zona semántica vibratoria: una perturbación que puede o no ser amplificada según la sensibilidad de quien esté leyendo o traduciendo. Traducir poesía no es trasladar palabras, es captar esa vibración, ese pulso que no siempre está en el significado, sino en la música, el ritmo, los silencios, las rupturas, los espacios entre las palabras.
Pienso en Emily Dickinson con sus guiones, sus mayúsculas, su respiración entrecortada, su manera de decir sin decir, ¡Dickinson es la vibración pura!: traducirla sería (según Brossard) intentar sostener ese temblor. Y lo mismo pasa con autores como Lispector, Cărtărescu, Joyce, Beckett, Woolf, Perec, William Glass (aquí vendría una lista infinita)… Traducirlos es arriesgarse a perderse, a rehacer la lengua propia, a ceder a la experiencia de la alteridad y dejar que otra voz atraviese la nuestra.
La traducción es creación, riesgo y juego. Y Brossard defiende una idea poderosa: La traducción no es una copia, es una reescritura, el traductor es un creador, no un simple transmisor y cada traducción es una versión, un intento, una lectura entre muchas posibles. Brossard distingue entre la aproximación interactiva responsable (la traducción hecha por un traductor que respeta, dialoga, escucha, negocia) y la aproximación interactiva libre (la traducción hecha por el propio autor, que puede permitirse más libertad, más juego, más transgresión). En ambos casos, la traducción es un campo de tensiones, donde hay que decidir qué perder, qué mantener, qué transformar.
Hacia el final, Brossard da un paso más y habla de la ultratraducción (el exceso, la transgresión, el deseo): Traducir como un acto radical, experimental, insumiso. Traducir no solo para ser fiel, sino para explorar, desbordar, estallar la lengua, probar nuevas formas, nuevos ritmos, nuevos sentidos. Traducir como acto de deseo, como invitación al asombro, al riesgo, al juego, a la transgresión poética. Esto no es para todos los textos, ni para todas las lenguas, ni para todos los traductores, ni para todos los autores. Pero es una apertura hermosa que nos recuerda que la traducción no es un espacio fijo, sino un territorio en movimiento, una frontera viva.
Siempre he pensado en la responsabilidad que tengo como lectora. No sólo respecto al autor, sino también con el deber de reconocer el trabajo invisible del traductor. Cada lectura de una traducción es, también, un acto de confianza: depositamos nuestra fe en el trabajo invisible del traductor. Muchas veces, como lectores, tendemos a olvidar que estamos leyendo una traducción (leemos libros traducidos como si fueran el original). No pensamos en ese trabajo invisible del traductor: en su esfuerzo por mantener la vibración, el ritmo, el temblor, la música, el tono, la energía.
Me parece necesario pensar en ello, recordar que cada traducción es una versión efímera, una cáscara de luz que flota en el tiempo, una botella lanzada al mar que quizás algún día tocará otra orilla, otro corazón. Traducir es un acto de amor, de riesgo, de escucha profunda. Y debemos reconocerlo. Debemos agradecerlo. Los lectores no somos espectadores pasivos: somos una vibración más en la cadena de resonancias. Leer es dejarse tocar, conmover, transformar. La traducción es un acto colectivo: entre autor, traductor, lector, y la vida misma.
“Ninguna lengua reposa sobre lo universal”
Cada lengua es una historia, un ritmo, un cuerpo, una memoria. Traducir es entrar en esa especificidad, es aceptar que no todo se puede decir igual, que cada palabra es una elección, una vibración, un pequeño riesgo.
Brossard no cierra el tema, porque no hay cierre posible. La traducción es un proceso inacabable, una pregunta abierta, por eso nos ofrece una poética de la traducción y no una teoría cerrada. Y eso es lo más honesto: aceptar que traducir es un acto imperfecto, inestable, pero profundamente humano.
Cuando leemos un libro traducido deberíamos pararnos unos segundos y preguntarnos: ¿Quién ha puesto estas palabras aquí para que yo las lea? ¿Qué han hecho estas manos, estas mentes, estas respiraciones para traerme este temblor? La traducción no es un cristal transparente: es una vibración, una energía transformada, un trabajo silencioso que merece ser reconocido, valorado y celebrado.
Gracias, Nicole Brossard. Gracias, Meritxell Martínez (traductora)
©AnaBlasfuemia