domingo, 15 de junio de 2025

Mitad (Julieta Valero)

 

(68)


“Mitad.


Qué de lo partido debe

conformarla.


El daño es

decidir, no poder

decidir así partida. Mitad.”


La mitad no es una medida,

es la forma de habitar el daño

No duele el desgarro 

sino tener que moverse como si no existiera.

¿Decidir desde la costura?

Caminar así es avanzar

ladeando el cuerpo, inclinada,

como si la mitad que falta 

pesara más que la que queda.


Te parten, y luego te piden que elijas.


(72)


“Atlántida la pérdida hacia dentro

se habita no se habita se

lleva siempre por delante lo que fuimos

en ella cabe nadar cabe

la explicación mayor pero el misterio

del amor y el desamor, que se adquiere”


La pérdida tiene un idioma

que te arrastra como una fuerte marea.

A veces creemos saber algo

solo porque estamos dentro.

Pero dentro no es saber,

es flotar entre restos

y tener la boca llena de agua 

cuando aún creemos que hablamos.


(92)


“Persiste, extrañeza

hasta que vuelva a inventar mi lugar”


Eres tú, extrañeza, la que no se retira.

Sabes que ya no puedo volver,

y que tampoco me has dejado ir.


Estoy a salvo de la costumbre.

Cuando vuelva a inventar mi lugar

tal vez ya no duela tener que llamarlo mío


(6)


“Del camino no me asusta la forma

me asusta que sea el mismo que emprendí.


Como nuestros cuerpos van por delante sé

que de verdad es un camino.


Tú lo haces por acompañarnos,

para mí existe como existen tu mano

y esta distancia por recorrer”


No me asusta el trayecto

sino el bucle.


Pero si tu mano sostiene,

si caminas a mi lado,

como si supieras que sin ti

el camino se borraría.

Entonces, volvería a existir.


Gracias, Julieta Valero.


©AnaBlasfuemia


miércoles, 11 de junio de 2025

Entre actos (Virginia Woolf)

 

Callada, volvió a su visión más íntima; la belleza que es bondad; el mar en que flotamos. Casi siempre impenetrables, pero ¿no es cierto que en todas las embarcaciones se abren vías de agua alguna que otra vez?


Tengo un deseo que es necesidad: que Virginia Woolf sea lectura obligatoria para todo el mundo (lectores, no lectores, escritores consagrados, aspirantes a escritores). Amo con todo mi ser el universo de Woolf en el que el invierno llora en los cristales, los pájaros atacan al alba con sus cantos, el sol es un arrebato de alegría sin límites, los hilos invisibles unen los trémulos tallos de la hierba de otoño, la lluvia es súbita y universal, las vacas llenan el vacío y dan continuidad a la emoción, las olas al retirarse revelan y la niebla al levantarse desvela… Es la ama, mi diosa del Olimpo.


Entre actos” es la última novela de Virginia Woolf, escrita justo antes de suicidarse en 1941. La IIGM está en el aire, el mundo se desmorona, Inglaterra está en un proceso de transformación y en ese contexto (una sociedad al borde de la catástrofe) se sitúa esta novela, que transcurre en un día de verano de 1939 en el que se representa una obra de teatro en el jardín de una casa rural inglesa. Un argumento simple, todo parece inofensivo y anecdótico, pero es Woolf, así que nada es tan sencillo ni nada es lo que parece.


Woolf escribe desde la incertidumbre de la amenaza de la guerra, desde el miedo a lo que está por venir. El espectáculo teatral y sus espectadores se convertirán en un microcosmos de la sociedad inglesa, atrapada en el umbral de dos épocas. Y también se convertirá en un espejo incómodo, un reflejo de las tensiones, las frustraciones y los deseos reprimidos de los espectadores. No esperemos una gran explosión emocional. Woolf no es de soluciones fáciles. Aquí la verdad se desliza entre frases sueltas, miradas que se esquivan, silencios, pensamientos apenas esbozados y gestos contenidos que dicen más que las palabras.


Todo es armonía, si pudiéramos oírlo


Cada personaje  es una isla, atrapado en sus obsesiones y frustraciones, que carga con su propio conflicto: Isa, atrapada en un matrimonio vacío, sueña con otro hombre mientras flota en su mundo de murmullos cargados de metáforas y poemas, como si eso la protegiera de enfrentarse a su propia insatisfacción. Giles, su marido, se consume en su propia rabia, una mezcla de frustración vital y angustia, con una tensión soterrada a punto de estallar y cuya rabia parece apuntar a (casi) todos. William Dodge, al igual que Isa es otro personaje vulnerable, otro “buscador de rostros ocultos”, con un deseo de pertenencia que nunca parece alcanzar del todo y que conecta emocionalmente con Isa y con la señora Swithin. El señor Oliver, anclado al pasado y con una visión conservadora del mundo; reflexivo y resignado, unido a su hermana por costumbre más que por necesidad, aunque la protege con una mezcla de ternura y desdén. La señora Manresa, siempre llamando la atención, necesitando aferrarse al presente; es pura superficie y exhibicionismo, una mujer libre porque ha dejado atrás la compostura.


Párrafo aparte para la adorable señora Swithin, “insensata y libre”, con una visión ingenua y casi mística del mundo. Como si pudiera tocar algo eterno en medio de la banalidad cotidiana. Es un personaje que parece vivir en una nube, en un mundo de imaginación que a veces se hace circular, lleno de ensoñaciones y recuerdos. Flota entre la historia y la espiritualidad, confundiendo el presente con el pasado. Aunque su desconexión de la realidad la hace parecer frágil y despistada (la “chocha” le dicen), Woolf le otorga una especie de inocencia casi sagrada. Su entusiasmo casi infantil, su capacidad para ver bondad y belleza en todo me cautivaron.


La música nos despierta. La música nos hace ver lo oculto, une lo fragmentado


Y párrafo aparte también para otro personaje: la señorita La Trobe, directora del espectáculo, alma creativa de la obra de teatro. No he podido evitar ver en ella una figura que parece reflejar a la propia Virginia Woolf. La Trobe es una directora exigente, obsesionada con su visión artística, pero en conflicto constante entre el impulso creativo y la sensación de fracaso, atrapada entre la ambición y la incertidumbre. Quiere mostrar a sus espectadores tal como son, confrontarlos con sus propias miserias y verdades fragmentadas, pero siente que nunca lo consigue con suficiente claridad.


Al igual que Woolf, La Trobe es consciente de la precariedad de su posición como creadora. Su desesperación por hacer que su visión cobre vida, por conectar con los espectadores y evitar que se dispersen, se transforma en una lucha constante. Tal vez podamos pensar que Woolf plasma en La Trobe su propio miedo a no ser comprendida, a que no se entienda su intención, a que su obra sea distorsionada o malinterpretada. No deja de ser una verdad de la creación artística: el verdadero arte nunca está completo, nunca parece satisfacer del todo a su creador. Por eso crear es un acto de soledad y vulnerabilidad; crear, al fin, es lanzarse a un abismo con la esperanza de que alguien, desde el otro lado, responda.


La Trobe depende de elementos externos (el viento, la lluvia, las vacas, la atención de los espectadores, los actores…) y de hecho descubre que la verdadera conexión no siempre se encuentra en el texto, en la trama o en el control perfecto de la escena, sino en el caos emocional compartido, lo cual refleja el reconocimiento de Woolf de que el arte nunca es completamente controlable, es etéreo, transitorio, difícil de atrapar y comprender.


No te preocupes por la trama: la trama no es nada


Woolf tenía un estilo único, con esa prosa que parece flotar, deslizarse, saltar de un personaje a otro capturando pensamientos, realidades, emociones y sensaciones como si fuera un caleidoscopio y las palabras tuvieran vida propia. Woolf no cuenta, sugiere. No afirma, insinúa. No explica, propone.


Woolf juega constantemente con la idea de que la realidad se filtra a través del arte y que el arte, al final, no es más que otra forma de intentar entendernos. Me pareció brillante cómo la representación parece terminar desmoronándose, como si ya ni el arte pudiera contener el caos que está a punto de desatarse en Europa. La última parte, con todos los espectadores dispersándose, es brutal. Esa repetición (un recurso que Woolf manejaba extraordinariamente) del “Nos hemos dispersado, nos hemos dispersado” y su posterior “Unidad. Dispersión” tiene un eco casi apocalíptico, como si ya no quedara nada que los mantuviera unidos.


Entonces se levantó el telón. Hablaron


¿Qué significa la frase final? Los personajes de “Entre actos” hablan, piensan, callan, pero nada se resuelve de todo. La incertidumbre se filtra en cada gesto y cada silencio. Woolf nos muestra cómo las máscaras se cuartean pero siguen ahí, como si desprenderse de ellas fuera demasiado doloroso en medio del caos interior y exterior. La guerra es inminente pero la batalla más complicada sigue siendo mirarse al espejo y aceptar lo que uno ve. No hay certezas, sólo “restos, pedazos, fragmentos” que intentamos unir sin éxito en el escenario que es la vida. Lo visible es acto y actuación. Pero lo que verdaderamente acontece sucede (siempre) entre actos, nunca en el escenario.


P.D.: En los diarios de Virginia Woolf, leo que John Lehmann (editor, junto a Leonard y Virginia Woolf, de Hogarth Press) escribió en marzo de 1941 a Virginia entusiasmado por “Entre actos” y le anuncia que se publicaría esa misma primavera, “pero las dudas y depresiones de Virginia ganaban terreno y ella le escribió disculpándose para decirle que el libro le parecía demasiado tonto y trivial, y que quería revisarlo para publicarlo en otoño”. El 28 de marzo Virginia cogió su abrigo, llenó de piedras sus bolsillos y se lanzó al río Ouse, próximo a su casa. Su cadáver no fue encontrado hasta el 18 de abril. Fue incinerada el 21 de abril y Leonard enterró sus cenizas bajo uno de los olmos del jardín de su casa, en Rodmell, Sussex, Inglaterra. Leonard dispuso que la enterraran junto a ella. Al final de su nota de despedida a Leonard puede leerse: “Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. No queda nada en mí salvo la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido


Ahora, con todos estos hilos, leed “Entre actos”.


Gracias, Virginia Woolf. Gracias, Andrés Bosch (traductor)


©AnaBlasfuemia

domingo, 8 de junio de 2025

El molinero aullador (Arto Paasilina)

 

No está bien que un ser humano aúlle como un lobo


Necesitaba rebajar intensidad lectora, así que busqué en mis estanterías algo menos vehemente pero no hueco, sencillo pero no carente de verdad. Paasilina me pareció buena opción. Ya lo sé, quería dejar de aullar y me fui a buscar un molinero aullador. Así soy.


No ha sido una lectura compleja ni psicológicamente profunda, sino más bien sencilla y directa. La prosa de Paasilinna es clara, casi desnuda, cercana a la fábula y al cuento infantil. Y esa elección estilística define todo el libro: no está aquí para complicarnos la vida con caprichos narrativos, sino para plantear, con la sencillez necesaria, cuestiones sobre la diferencia, el rechazo, la marginación y la justicia.


Huttunen, el molinero aullador, no es un héroe introspectivo ni un personaje complejo desde el prisma psicológico. Más bien es una figura que encarna la vulnerabilidad y la incomodidad social de ser distinto. Su sabiduría simple convive con un comportamiento, a veces bruto y a veces infantil, que no se aleja de la violencia como recurso para protegerse o responder, atrapado en sus propios impulsos (inocentes unos, agresivos otros). Esa contradicción no se resuelve ni se disfraza: se presenta con honestidad. Esto puede desconcertar, pero también es una declaración de intenciones clara de Paasilinna: aquí no hay una figura idealizada, sino un hombre real, con sus luces y sus sombras.


Aullar, para Huttunen, no es solo un desahogo o un gesto animal: es un lenguaje primario, una llamada de socorro y de afirmación de existencia. Un grito contra la domesticación hipócrita de la sociedad. Aullar es, en última instancia, un recordatorio brutal de que somos más que normas: somos instinto, somos emoción, somos rabia. Lo que desconcierta siempre es lo diferente.


El pueblo funciona como un microcosmos social, con un esquema casi arquetípico de cómo se afronta lo diferente: el rechazo colectivo a quien es diferente; la compasión individual; y la justicia práctica, limitada y humana (sin heroicidades). Este esquema no es un análisis sociológico complejo, es un recurso narrativo que invita a reflexionar sin perder la esencia de la historia, evitando el barroquismo pero permitiendo pensar sobre la exclusión y la empatía, pero sin enredarse. 


Lo más inquietante es que no hay grandes villanos. La violencia que sufre Huttunen no viene de individuos sádicos, sino de gente aparentemente “normal” y eso hace que esa violencia sea más peligrosa, más extendida, más insidiosa. Huttunen y las pocas personas que le apoyan suponen una resistencia simbólica ante la injusticia sin recurrir a grandilocuencias. El final, con su aire de fábula (el perro y el lobo impartiendo justicia poética), cierra la historia con un acto sencillo pero cargado de significado, dejando espacio a la reflexión sin imponer una conclusión servida en bandeja.


Paasilina no quiere profundizar psicológicamente, no quiere construir un retrato clínico o verosímil de Huttunen, sino que desea mostrarnos a un hombre que funciona con otros códigos. Y en ese contraste (entre la claridad instintiva y la brutalidad reaccionaria) nos plantea una pregunta incómoda: ¿quién está más loco: el que reacciona de forma brutal o el que actúa con “normalidad” dentro de una sociedad hipócrita e insensible?. Huttunen es un personaje casi “rusoniano”: el buen salvaje, instintivo, justo en su percepción moral, pero sin el barniz de lo “civilizado”. Y al mismo tiempo, víctima de esa civilización que le impone formas artificiales de relación.


El molinero aullador” no aspira a la complejidad literaria ni a la profundidad psicológica exhaustiva ni al barroquismo estilístico. Busca la claridad y la sencillez, y es esto lo que permite que la historia hable por sí misma, sin excesos ni especulaciones ni complicaciones ni vueltas de tuerca. Esa apuesta por la transparencia me parece una forma de grandeza literaria. Paasilina nos dice que una historia sencilla, bien contada, puede mostrarnos la dificultad y la necesidad de convivir con las personas que son diferentes, puede hablarnos de la justicia imperfecta que podemos ofrecer y de la soledad inevitable del “outsider”. Y quizás también nos invite a preguntarnos si alguna vez, aunque solo fuera por un instante, también nosotros hemos sentido la necesidad de aullar.


Gracias, Arto Paasilina,  gracias  Úrsula Ojanen y Eduardo Vila Santos (traductores)


©AnaBlasfuemia



martes, 3 de junio de 2025

Y de repente aquí estoy rehaciendo el mundo (Nicole Brossard)

 

¿Está exenta la traducción de censura, puede construir una ética de espaldas al texto? ¿Puede un traductor convencional mejorar el nivel de un texto banal ¿hasta donde se puede llegar en la originalidad sin que la traducción se convierta en una transformance?


Cerré esta breve ensayo poético sobre la traducción (si es que algo tan vivo puede cerrarse) sabiendo que la traducción no es un tema que se clausure, sino un espacio abierto, una tierra de preguntas, una práctica de riesgo, de escucha, de deseo. Lo que encontré en este libro no es un manual, ni una teoría cerrada, ni una respuesta definitiva sobre qué es traducir, sino una serie de fogonazos, de intuiciones poéticas, de reflexiones cargadas de alma y de inteligencia que iluminan aquello que a veces olvidamos como lectores: que leer una traducción es un acto de confianza en un trabajo invisible; que detrás de cada palabra traducida hay una vibración, una respiración, una tensión, una elección y que traducir (sobre todo traducir poesía) es traducir lo intraducible: no solo el sentido, sino el temblor, el pulso, la vibración, el misterio del texto original.


También nosotros, como lectores, participamos en esa cadena de transformaciones. Leer la traducción de una novela o un poema, no es un acto pasivo: es dejarse afectar por el temblor de otra voz, de otro tiempo, de otra lengua. El lector es también una vibración más en este proceso, un cuerpo que recibe, que interpreta, que siente. Y eso es hermoso, porque nos recuerda que la traducción es, en el fondo, un acto colectivo: un libro pasa de una mano a otra, de una mente a otra, de una lengua a otra, y en cada paso se transforma, cambia… y también nos cambia. Quien lee, traduce


Para Brossard la traducción es un acto de alteridad, un espacio de fascinación, de misterio, de tensión entre el placer y el dolor: leer al otro, ser otro. Traducir es aceptar ser atravesado por la lengua del otro. No es solo un acto técnico: es un proceso de metamorfosis. Al traducir, nos dejamos afectar, transformar, desestabilizar; el traductor es un intérprete, como un músico: lee, escucha, respira, y en esa interpretación, cambia el texto y es cambiado por él. Y los lectores somos un testigo vibrante de este proceso: recibimos la voz transformada, la hacemos nuestra, la dejamos entrar en nuestra vida. Por eso, traducir es entrar en esa franja vibratoria del poema, ese espacio donde lo que vibra no se puede explicar, solo sentir.


Brossard habla de franja vibratoria para referirse a traducir lo que tiembla. El poema es una zona semántica vibratoria: una perturbación que puede o no ser amplificada según la sensibilidad de quien esté leyendo o traduciendo. Traducir poesía no es trasladar palabras, es captar esa vibración, ese pulso que no siempre está en el significado, sino en la música, el ritmo, los silencios, las rupturas, los espacios entre las palabras.


Pienso en Emily Dickinson con sus guiones, sus mayúsculas, su respiración entrecortada, su manera de decir sin decir, ¡Dickinson es la vibración pura!: traducirla sería (según Brossard) intentar sostener ese temblor. Y lo mismo pasa con autores como Lispector, Cărtărescu, Joyce, Beckett, Woolf, Perec, William Glass (aquí vendría una lista infinita)… Traducirlos es arriesgarse a perderse, a rehacer la lengua propia, a ceder a la experiencia de la alteridad y dejar que otra voz atraviese la nuestra.


La traducción es creación, riesgo y juego. Y Brossard defiende una idea poderosa: La traducción no es una copia, es una reescritura, el traductor es un creador, no un simple transmisor y cada traducción es una versión, un intento, una lectura entre muchas posibles. Brossard distingue entre la aproximación interactiva responsable (la traducción hecha por un traductor que respeta, dialoga, escucha, negocia) y la aproximación interactiva libre (la traducción hecha por el propio autor, que puede permitirse más libertad, más juego, más transgresión). En ambos casos, la traducción es un campo de tensiones, donde hay que decidir qué perder, qué mantener, qué transformar.


Hacia el final, Brossard da un paso más y habla de la ultratraducción (el exceso, la transgresión, el deseo): Traducir como un acto radical, experimental, insumiso. Traducir no solo para ser fiel, sino para explorar, desbordar, estallar la lengua, probar nuevas formas, nuevos ritmos, nuevos sentidos. Traducir como acto de deseo, como invitación al asombro, al riesgo, al juego, a la transgresión poética. Esto no es para todos los textos, ni para todas las lenguas, ni para todos los traductores, ni para todos los autores. Pero es una apertura hermosa que nos recuerda que la traducción no es un espacio fijo, sino un territorio en movimiento, una frontera viva.


Siempre he pensado en la responsabilidad que tengo como lectora. No sólo respecto al autor, sino también con el deber de reconocer el trabajo invisible del traductor. Cada lectura de una traducción es, también, un acto de confianza: depositamos nuestra fe en el trabajo invisible del traductor. Muchas veces, como lectores, tendemos a olvidar que estamos leyendo una traducción (leemos libros traducidos como si fueran el original). No pensamos en ese trabajo invisible del traductor: en su esfuerzo por mantener la vibración, el ritmo, el temblor, la música, el tono, la energía.


Me parece necesario pensar en ello, recordar que cada traducción es una versión efímera, una cáscara de luz que flota en el tiempo, una botella lanzada al mar que quizás algún día tocará otra orilla, otro corazón. Traducir es un acto de amor, de riesgo, de escucha profunda. Y debemos reconocerlo. Debemos agradecerlo. Los lectores no somos espectadores pasivos: somos una vibración más en la cadena de resonancias. Leer es dejarse tocar, conmover, transformar. La traducción es un acto colectivo: entre autor, traductor, lector, y la vida misma.


Ninguna lengua reposa sobre lo universal


Cada lengua es una historia, un ritmo, un cuerpo, una memoria. Traducir es entrar en esa especificidad, es aceptar que no todo se puede decir igual, que cada palabra es una elección, una vibración, un pequeño riesgo.


Brossard no cierra el tema, porque no hay cierre posible. La traducción es un proceso inacabable, una pregunta abierta, por eso nos ofrece una poética de la traducción y no una teoría cerrada. Y eso es lo más honesto: aceptar que traducir es un acto imperfecto, inestable, pero profundamente humano.


Cuando leemos un libro traducido deberíamos pararnos unos segundos y preguntarnos: ¿Quién ha puesto estas palabras aquí para que yo las lea? ¿Qué han hecho estas manos, estas mentes, estas respiraciones para traerme este temblor? La traducción no es un cristal transparente: es una vibración, una energía transformada, un trabajo silencioso que merece ser reconocido, valorado y celebrado.


Gracias, Nicole Brossard. Gracias, Meritxell Martínez (traductora)


©AnaBlasfuemia