domingo, 31 de agosto de 2025

Memorias de una joven católica (Mary McCarthy)

Lo mismo que todos los seres maltratados, temíamos que nos juzgaran


Una de las pocas cosas que admiro sin reservas es la inteligencia cuando se muestra mordaz, lúcida, irónica y sin necesidad de grandilocuencia. Mary McCarthy tenía esa clase de inteligencia y me fascina su estilo directo, implacable, ágil y sin concesiones.


Cuestionó la sociedad, la política y la religión (y todo ello sin despeinarse ni perder el sarcasmo). Curiosamente (o no tanto) fue educada en un colegio de monjas. Pero este no es un libro que se limite a abordar la culpa católica o el conflicto entre fe y pensamiento crítico, sino que también expone cómo se forma una identidad y cómo ciertos hechos fijan imágenes de una misma que, con el tiempo, pueden revelarse como cimientos inestables.


Originalmente estas memorias se publicaron por entregas en una revista, luego se recopilaron bajo el título de “Memorias de una joven católica”. Por eso el libro comienza con un texto introductorio (“Al lector”), donde McCarthy ya deja claro lo que va a ofrecernos. Y ahí ya me rendí a su voz. Desde ese prólogo, anuncia que no escribe desde el resentimiento ni desde el drama. No busca culpables ni ajustar cuentas: se limita a observar con perspicacia los nudos de su infancia, más interesada en entender que en saldar. Cero autocompasión y cero victimismo, es una mirada analítica que fusiona con clarividencia la exposición de hechos personales e íntimos con distancia emocional. 


Su análisis de la educación católica es un ejemplo de esa lucidez: no la rechaza por principio, la considera tendenciosa pero también valiosa como historia viva que moldea silenciosamente nuestra idea del bien, del mal, de la muerte, del amor. La institución es más arquitectura simbólica que trauma.


Desde el principio deja claro que no es una narradora fiable (otra prueba de su honestidad). Es muy consciente de que la memoria no es infalible, que cuando recordamos, reconstruimos. Me encantó cómo trata la memoria colectiva familiar: los padres transmiten la historia de la familia y también enmiendan recuerdos infantiles (pone un ejemplo magnífico, un recuerdo de su hijo que ella subsana, como si fuera un error de imprenta en su memoria). Ella no tuvo mucha oportunidad de construir esa memoria colectiva: perdió a sus padres a los seis años.


Ese juego de memoria y metamemoria recorre todo el libro. Al final de cada capítulo añade notas donde examina sus recuerdos, los matiza, duda, se corrige. Es un gesto importante: escribe sobre su infancia desde la adulta que fue y después revisa ese recuerdo desde otra distancia mayor. El lector no solo asiste al relato: asiste a cómo el relato se construye y cómo piensa sobre lo narrado. Y, además, es muy crítica consigo misma.


Lo que más me ha impresionado es que ni siquiera en los momentos más duros cae en lo lacrimógeno. Todo está narrado con la exactitud de quien manipula un circuito sin desconectar la corriente. Esa frialdad lúcida, esa ironía precisa, intuyo que es su forma de protegerse (quizá también al lector). Es fiel a la niña que fue, pero no se permite abrazarla.


A McCarthy no la castigaban ni rechazaban por lo que hacía, sino por lo que era: inteligente, rebelde, observadora. Describe cómo una niña aprende a interpretar papeles para calmar a los adultos, aunque eso implique traicionarse. Esa actuación constante deja una herida: reconstruir una identidad que se fragmentó para sobrevivir. Pocas cosas dañan más que esas humillaciones discretas que convierten en amenaza lo que debería de proteger. Un entorno que, en vez de sostenerte, te traga.


Pero siempre hay resquicios: el entorno fue opresivo y frío, pero su mundo interior se ensanchó gracias a la cultura, la literatura y la imaginación. Encontró su voz (una voz que no duda ni aunque pase un sacerdote con incienso) y convirtió miedo, culpa y silencio en relato, inteligencia narrativa y mirada crítica. No hay autoindulgencia ni ternura explícita, pero sí orgullo y libertad. Esa resistencia a la emoción no pedida pesa, pero es su modo de mirar lo no resuelto ni reconciliado: se puede entender y cerrar sin abrazos ni perdones. Basta con mirarlo de frente. Y, en su caso, escribirlo. Porque lo del abrazo, ya si eso, otro día.


Gracias, Mary McCarthy. Gracias, Andrés Bosch (traductor)



©AnaBlasfuemia





jueves, 28 de agosto de 2025

Nellie Bly. En la guarida de la locura (Virginie Ollagnier y Carole Maurel)


Sin darles la mínima posibilidad de expresarse, el médico condenó a todas estas pobres mujeres a quedarse en el manicomio hasta el fin de sus días. Todo porque no se habían ceñido al rol que se asignaban a las mujeres

No siempre comento lo que leo. A veces desaparezco, otras veces sencillamente no tengo nada que decir: ni bueno ni malo. Algunos libros me dejan esa sensación extraña de página en blanco al terminar. Me han entretenido, me han llevado hasta el final, pero no dejan huella. Como si no encontrara una frase desde la que empezar a hablar de ellos.


Tampoco suelo escribir sobre poesía: siempre me ha parecido más fácil masticar vidrio que atrapar en palabras lo inasible. Y con algunos ensayos me sucede algo parecido: prefiero divagar en voz alta, con alguien que se preste a las vueltas, antes que ponerme a escribirlas. Las novelas gráficas, los cómics, los libros ilustrados tampoco suelo comentarlos. Pero este vacío (en realidad, todos esos vacíos) quiero resarcirlo ahora.


Nellie Bly fue una de esas pioneras que dieron un paso hacia delante en los derechos de las mujeres, justicia social, derechos laborales y reconocimiento profesional. Fue la primera reportera de investigación y precursora del periodismo encubierto. Siempre dio voz a sectores marginados e instó a la emancipación de las mujeres.


Entre sus logros destaca haber rebajado en 8 días, en 1889, el récord de la vuelta al mundo narrada por Julio Verne. Y dentro del periodismo de inmersión, se hizo pasar por obrera en una fábrica para exponer los peligros laborales de las trabajadoras, simuló (en 1887) un trastorno mental para ser internada en el manicomio de Blackwell’s Island. Allí permaneció diez días. Su crónica posterior escandalizó a la opinión pública al describir las infames condiciones de habitabilidad del lugar y el maltrato físico, médico y mental al que se sometía a las internas: mujeres encerradas por no hablar inglés, por ser abandonadas por sus maridos o por no tener sustento económico.


Con esos mimbres me puse a leer, con el casco de corresponsal de guerra puesto, convencida de que la historia se centraría en su infiltración y en su estancia en el manicomio. Pero aunque esa parte está (y se aborda con amplitud), el foco se amplía pronto hacia una especie de epílogo biográfico (en realidad, los episodios biográficos aparecen desde el principio).


Esta segunda parte es más apresurada, más resumida (todo está resumido en este libro), condensando hechos importantes de la vida de Nellie. Una forma de insistir en que sus gestas no se reducen únicamente a esta célebre infiltración. Lo entiendo: es un homenaje a una mujer corajuda y adelantada a su tiempo.


¿Me ha parecido mal que no se enfocara únicamente sobre su estancia en el manicomio? No, pero la ambigüedad entre lo que intuí por el título (una historia cruda y directa sobre el sufrimiento emocional y la deshumanización) y lo que propone el libro (una panorámica que va más allá de ese episodio) me descolocó. Este desajuste no se debe al cambio de foco, sino a la sensación de premura, a una narrativa rápida, casi periodística, que va perdiendo carga emocional y diluye el impacto de la experiencia, incluso en la propia Nellie y en cómo le afectó en lo mental y en lo emocional. El dramatismo se condensa en un ritmo corto y a veces algo didáctico.


Pese a esos altibajos narrativos, los dibujos y la paleta de colores resultan decisivos. Los tonos apagados (marrones, grises, ocres) transmiten encierro y enfermedad y los más cálidos o luminosos acompañan los momentos de libertad o esperanza sin que se rompa nunca la unidad estética. Más que los dibujos (que reflejan con precisión la época), es la escala cromática la que consigue crear atmósferas acordes con lo narrado.


Sin llegar a deslumbrar, “Nellie Bly” se sostiene en varios aciertos: reconstruye con fidelidad histórica el episodio más conocido de la periodista, y hay un equilibrio eficaz entre el texto de Ollagnier y los dibujos de Maurel. No ofrece un análisis profundo de esa vivencia, sino una crónica sobria, trenzada con otros hitos de su biografía. Y creo que ahí estuvo mi error: me preparé para un retrato psicológico del encierro y recibí, en cambio, un mosaico histórico narrado con contención. Ahí el fallo fue mío: me preparé para el electroshock y recibí una descarga informativa con final biográfico.


Gracias, Virginie Ollagnier y Carole Maurel. Y gracias, Nellie Bly.


©AnaBlasfuemia

domingo, 24 de agosto de 2025

La sociedad del cansancio (Byung-Chul Han)


El mundo ha perdido la voz y el habla; es más, ha perdido el sonido. El ruido de la comunicación ha sofocado el silencio


Lo sé, Byung-Chul Han es un filósofo muy reconocido, premiado, reseñado y convertido en autor de cabecera del malestar moderno. Pero a mí me rechinaba. Sospeché que mi intuición (extraña y anárquica) podía estar haciendo de las suyas, así que leí este libro para darle una oportunidad razonable a mis prejuicios.


En mis lecturas suelo buscar una especie de mapa que me oriente en medio de la confusión y las dudas. Por eso elegí “La sociedad del cansancio”, porque a veces me siento cansada. La propuesta de Han parece cristalina y seductora: la enfermedad de nuestro tiempo es neuronal. No sufrimos por exceso de negatividad, sino por un exceso de positividad que nos termina por derrumbar. 


Bien, hasta aquí compro: la fatiga de ser una misma, la dispersión de la atención, la muerte del aburrimiento fértil, la incapacidad de escuchar, la hipertrofia de discursos, la gratificación inmediata, la pérdida del otro y, con ella, del pensamiento profundo. Todo eso lo reconocemos, lo padecemos y hasta lo hemos dicho en voz alta alguna vez. Lo compro, pero como quien compra pan: porque es lo que hay. No por sorpresa ni por iluminación. Lo compro por solidaridad, no por descubrimiento


Ahí empieza mi problema (lectora subjetiva donde las haya). Han es clarísimo, pero más que pensar parece estar dando una lección magistral. Creo que le falta voz propia. Tengo la sensación de estar en una clase en la que se encadenan citas ilustres, como si temiera mancharse de experiencia. Sus páginas me suenan a lo ya oído, a diagnóstico ya formulado, a teoría sin riesgo. Byung-Chul Han es, en el fondo, un ventrílocuo de citas: lo que dice, ya lo dijeron otros.


Y no es que yo le exija una escritura confesional, faltaría más. Pero hay pensamientos que, de tan desinfectados, ni se desangran. Me basta comparar con Mark Fisher. Ambos critican la maquinaria neoliberal que nos convierte en empresas de nosotros mismos, ambos diagnostican un malestar contemporáneo. Pero Fisher escribe desde dentro de la herida. Su lenguaje no es neutro ni aséptico. Teoriza la depresión desde la depresión, el colapso desde el colapso. No se refugia en la teoría: la sacude, la rompe y la arriesga. Por eso, aunque Han suene más pulido, Fisher va más hondo. Fisher te tambalea; Han te informa.


Tampoco es menor que, en su brevedad, Han renuncie a los matices que más incomodan. La positividad no es solo violencia, a veces es refugio. El rendimiento no es siempre autoexplotación, a veces también es supervivencia. El aburrimiento no desaparece igual en todas las clases sociales. El pensamiento de Han se parece a lo que denuncia: es una forma brillante de agotamiento.


Lo que causa la depresión es más bien una relación excesivamente tensa, sobreexcitada y narcisista consigo mismo que acaba asumiendo rasgos destructivos


Y aquí una de esas perlas que ilustran lo que intento decir. O sea, que la depresión es una relación narcisista con una misma. Como si fuera una elección estética, un exceso de rendimiento mal gestionado. Vaya. Esto hasta me ofende. Como me ofendió cuando se refiere a que un ordenador posee un “egocentrismo autista”, obviamente no me ofendí por el ordenador. Cuando Han utiliza la expresión “egocentrismo autista” para describir el repliegue extremo del sujeto contemporáneo, lo hace desde una retórica que me resulta cuestionable, por su uso impreciso y potencialmente estigmatizante.


Concluyo con la sensación de que sobran filósofos “diagnosticadores” y que faltan más pensadores que sean menos teóricos del diagnóstico y más practicantes de lo vivible. Y que en lugar de decirnos cómo vivimos, se atrevan a preguntarse si todavía es posible hacerlo.


Gracias, Byung-Chul Han. Gracias, Arantzazu Saratxaga Arregi y Alberto Ciria (traductores)


©AnaBlasfuemia





miércoles, 20 de agosto de 2025

Vuelo a la sombra (Anna Ruchat)


Si le gusto lo suficiente, ¿volverá?, piensa la niña


Lo que duele busca lenguaje como un hueso roto busca escayola: algo que lo sujete mientras cruje. El duelo no siempre se supera, pero a veces encuentra cómo expresarse, por eso diversos lenguajes (música, pintura, cine) ofrecen formas de estar con la pérdida sin desaparecer en ella. También en la escritura hay muchas voces que han hablado desde el duelo… y no se parecen tanto como podría pensarse. Esa diversidad en un tema tan universal me fascina.


Entre todos los modos posibles de contar el duelo, Ruchat eligió uno en particular. Olvidémonos de la narrativa lineal, esa cómoda autopista que nos lleva de A a C pasando por B. Aquí hay una polifonía autobiográfica fragmentaria donde el trauma se reconstruye desde tres momentos: infancia observada desde fuera, la voz ficcionada del padre durante el accidente y luego la hija adulta. Ruchat sabe que el duelo merece su propio laboratorio narrativo


Ruchat elige un nombre distinto para la protagonista (Sofía, no Anna), un recurso que le permite distanciarse de su biografía y transformar la experiencia personal en materia narrativa. Ese nombre crea un alter ego que facilita la exploración con mayor libertad creativa, evitando la identificación total con el yo real.


Su infancia estaba atravesada por algo que nadie supo contar bien: la muerte del padre en un accidente de avión. La niña no hace preguntas pero percibe la ausencia, aunque las palabras que recibe no organizan la pérdida, solo la multiplican. Lo que se instala es una sospecha: lo roto no es la historia, sino la forma de transmitirla. Desde ahí se empieza a formar la voz que escribe. Ese desajuste no se corrige con el tiempo, sino que se convierte en forma de mirar. La ausencia del padre no es vacío dramático, es la presencia que moldea la identidad.


La niña tiene una doble herida: el dolor no escuchado y la culpa por sentirlo. Se le niega ese derecho porque era demasiado pequeña, ni siquiera tenía lenguaje. Ese sufrimiento se convierte en un conflicto de legitimidad emocional: no basta con sentirlo, hay que justificarlo, defenderlo. No solo no la autorizan a dolerse, sino que asume el deber de proteger a quien sí tenía derecho: la madre. A Sofía no la dejan ser huérfana del padre, se le impone ser testigo de un duelo ajeno que la deja sin espacio para sufrir. 


¿A quién pertenece un duelo? Esta pregunta no es un reproche, pero es una verdad emocional brutal: cuando alguien sufre de forma tan legítima, tan visible y devastadora, los demás duelos parecen menores. Se inhabilitan, se les niega lugar porque alguien decide que no había espacio para ellos. Pero existen y, además, nos moldean.


Esa niña observada desde fuera se convierte en figura doble: es sujeto de duelo, pero también objeto de narración. Lo que se narra no es lo que vivió, sino lo que se le ve vivir (ni siquiera en su recuerdo puede ser del todo ella). Decir que este libro es frío es no haber entendido nada: pocas cosas hay más obstinadas y tiernas que ese gesto de ir hacia el cuerpo del padre, hacia la espera de la niña. Esa espera es el centro.


El lenguaje técnico y la infancia conviven desde el inicio, la catástrofe está inscrita sin ser comprendida del todo. Las frases del informe no son documento externo ni cita dramática: son parte del tejido narrativo. El lenguaje oficial no basta pero no puede excluirse, de hecho convive con el duelo y sostiene su respiración. Por eso Ruchat juega con la tensión entre lo técnico y lo íntimo, entre el silencio y la palabra, entre la niña y la adulta. Nos obliga a navegar esa discontinuidad, a convivir con la ausencia y la incertidumbre que el texto exhibe con honestidad.


Cuando la narración parecía asentarse en la infancia de Sofía, irrumpe una voz nueva: la del padre. Esa voz funciona como una interrupción, no como una continuidad. Es una ficción construida desde la documentación. Y la hija adulta parece moverse entre ambas figuras como si intentara unir lo que no puede tocarse: la imagen inmóvil de la niña y la imagen ausente del padre.


Hacia el final hay un hallazgo que no ofrece una revelación, sino una colisión: una fotografía basta para interrumpir todo relato previo y permite, paradójicamente, lo que no había sido posible hasta entonces: decir que el padre era un hombre. La materialidad de esa imagen (inhumana en su crudeza) representa la imposibilidad de seguir esquivando la verdad, ya no hay nada más que buscar. Y ese es el verdadero fin del duelo.


En ese momento las tres edades de Sofía no se reconcilian: llegan juntas. La niña que no preguntó, la adolescente que buscó sin encontrar y la adulta que ya no puede dejar de mirar. Ninguna tiene toda la historia, pero una fotografía precipita la fusión. Y, juntas, sostienen el duelo hasta que puede cerrarse. Expediente cerrado, archivo concluido. Gran libro, gran lectura.


Gracias, Anna Ruchat. Gracias, Pablo Ingberg (traductor)


©AnaBlasfuemia




domingo, 17 de agosto de 2025

A corazón abierto (Elie Wiesel)


Pertenezco a una generación que ha aprendido que, cualquiera que sea la pregunta, la indiferencia y la resignación no constituyen la respuesta

A corazón abierto” no es solo el testimonio de una vida: es un latido de gratitud que no cesa, una pregunta que no tiene respuesta pero que debe seguir formulándose. Es también un acto de amor, una plegaria cargada de dudas, un llamado urgente a no permanecer indiferentes. Wiesel escribió estas páginas después de una cirugía cardíaca de urgencia, a los 82 años, con el cuerpo frágil y el corazón literalmente abierto, pero con la voz y la memoria intactas, encendidas. Y lo que deja en estas pocas páginas es un mensaje que conmueve hasta las lágrimas: una defensa radical de la vida, de la bondad, del otro, incluso en la oscuridad más absoluta.


No negué la existencia de Dios, pero dudé de su justicia absoluta


La relación de Wiesel con Dios es uno de los ejes más profundos y conmovedores del libro. No es la fe de quien repite dogmas ni es una fe pasiva, es una fe herida, marcada por el horror y la pérdida, llena de preguntas y gritos, llena de reproches, y sin embargo, presente. Una fe que no se entrega al consuelo, sino que asume la responsabilidad. Wiesel no niega a Dios, pero lo confronta. Su fe es una batalla: no es una certeza, es una lucha. Duda, pregunta, acusa. Y esa lucha no lo aleja de Dios, sino que lo mantiene en un diálogo abierto, doloroso, profundamente humano.


Wiesel no se refugia en su dolor sino que elige abrir el corazón. Elige el amor y la gratitud. Hay un momento que me desarma, cuando su nieto de cinco años le dice: “Abu, tú sabes que te quiero; y yo sé que te duele mucho. Dime: si te quisiera más, ¿te dolería menos?" Esta frase, tan inocente, es toda la ternura del mundo condensada en una pregunta. Wiesel no responde, pero en su libro está la respuesta: sí, el amor no borra el dolor, pero lo acompaña, lo abraza, lo hace más humano.


Optar por la gratitud no significa olvidar el mal ni negar el sufrimiento. Wiesel no es ingenuo: ha vivido el Holocausto, ha perdido a su familia, ha sufrido en su propia carne el horror. Y aun así (o precisamente por eso) opta por agradecer. Agradecer por estar vivo, por tener a su mujer, a su hijo, a su nieto. Agradecer por la palabra, por la memoria, por la posibilidad de seguir contando.


Creo en el hombre a pesar de los hombres. Creo en el lenguaje, aunque haya sido maltratado, deformado y pervertido por los enemigos de la humanidad. Y sigo aferrándome a las palabras, porque nos corresponde a nosotros transformarlas en instrumentos de comprensión más que de desprecio. Tenemos que escoger si deseamos servirnos de ellas para maldecir o curar, para herir o consolar


Leer esto hoy, cuando predomina el grito, el insulto, el desprecio, la manipulación y el engaño, es un recordatorio urgente: las palabras importan. El amor importa. La bondad importa. La bondad no es instinto: es decisión ética y por eso Wiesel cree en el hombre a pesar de los hombres y cree en las palabras a pesar de su corrupción. Y elige no callar, no resignarse, porque hay urgencia por no permanecer indiferentes.


Hoy, más que nunca, debemos gritar. No podemos entregarnos a la comodidad de la indiferencia. No podemos callar ante la injusticia, la violencia, el odio. Porque callar es traicionar, resignarse es rendirse y cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad de no cerrar los ojos. Wiesel eligió y yo también quiero hacerlo: no callar, no resignarme, no ceder terreno al horror. 


Este libro es una llamada a vivir despiertos, a mirar de frente, a aferrarse a la compasión y la memoria, incluso cuando duela. Nos emplaza a una responsabilidad: importa cómo usamos nuestras palabras. Las palabras pueden ser cuchillos o ser abrazos. Podemos elegir.


Un instante antes de morir, el hombre todavía es inmortal


Mientras hay aliento, hay posibilidad. Incluso al borde de la muerte, somos más que cuerpos: somos memoria, somos palabras, somos amor. Este libro me ha emocionado, no solo por lo que dice, sino por cómo lo dice: con una bondad que desarma, con una fe que no es ciega, con una ternura que es un bálsamo.


Y sobre todo, me quedo con esto: la gratitud como resistencia. La bondad como un acto revolucionario. La palabra como un instrumento de consuelo. La memoria como un deber. La vida, a pesar de todo, como una ofrenda.


Gracias, Elie Wiesel. Gracias, Mercedes Huarte Luxán (traductora)


©AnaBlasfuemia




miércoles, 13 de agosto de 2025

Desde el jardín (Jerzy Kosinski)

 

Mientras los demás lo miran y se dirigen a uno, se está a salvo


Desde el jardín” es uno de esos libros que te recuerdan que la realidad es bastante más absurda de lo que creemos y que la mayoría no nos estamos enterando de nada. Jerzy Kosinski, que suena a polaco que te mueres (de hecho, lo era) no escribió un tratado de jardinería. Aunque, visto el panorama, tampoco habría estado de más.


El título puede despistar. Suena a bucólico, a mariposas y a ancianitos cultivando plantas y tomates y compartiendo sabiduría con los pájaros. Pero no. O sí, pero a la manera de Kosinski: con un pie en la farsa y otro en la demolición controlada del sentido común.


Chance es un hombre que ha pasado toda su vida encerrado en una mansión cuidando un jardín. Su mundo es el jardín. Si le hablas de economía, te responde hablando de la fotosíntesis. Si le mencionas la política, contesta algo de la poda de invierno. No ha salido jamás a la calle a comprar el pan, ir al médico o respirar aire que no huela a geranio. Lo poco que sabe del mundo es lo que ve en la tele. Es como si yo viviera mi vida viendo los telediarios y creyéndome que España es solo tertulias de Abascal, los delirios de Feijóo y las declaraciones de la Ayuso.


Y de repente, se muere el dueño de la casa. Y Chance, que no sabe ni cómo funciona un recibo de la luz, sale a la calle. Imaginaos el choque: como si a un concursante de Gran Hermano lo sueltan en la Bolsa de Wall Street. Un caos.


Por accidente, supervivencia o puro azar, ese simple jardinero es catapultado a los salones del poder. Lo atropella un chófer y lo recoge un pez gordo. Y por una serie de malentendidos de los que se alimenta la comedia humana, todo el mundo lo toma por un hombre profundísimo, un genio de esos que habla poco porque piensa mucho. ¿Por qué? Porque repite lo que ha oído en la tele, pero lo dice con la candidez de quien no tiene ni idea de lo que está diciendo. Y claro, para la élite eso es maná: “¡Qué profundidad! ¡Qué visión tan original! ¡No como los pelmazos de siempre!”


Cada frase suya, cada metáfora botánica, es interpretada como una gran reflexión filosófica. Él habla de podar rosales y ellos escuchan una disertación sobre corrupción política. Lo brillante del asunto es que Chance nunca ha querido decir nada. Pero ahí están los poderosos, dispuestos a entenderlo todo por él. Es como si yo ahora me pongo a repetir anuncios de lavadoras y me invitan a la radio para dar consejos sobre limpieza.


La genialidad de Kosinski está en mostrar cómo un hombre que no tiene ideas complejas de nada, más allá del conocimiento de su jardín, acaba convertido en referente. Si eso no es un retrato fiel de la sociedad que hemos fabricado, no sé qué lo será. Aquí el que menos sabe es quien más pontifica y al que más pontifica lo sientan el primero en el sillón con vistas a una puerta giratoria.


¿Somos todos como Chance, encerrados en nuestros pequeños jardines mientras el mundo nos interpreta como le conviene? ¿O somos los que interpretan, buscando sentido y profundidad donde solo hay alguien que riega sus petunias?


Desde el jardín” es una bofetada con la mano abierta a la vacuidad del poder, a cómo la imagen devora a la sustancia. Kosinski nos advierte: la realidad es una farsa, la verdad es interpretable. Y tú te ríes, pero es esa risa nerviosa que provoca la sátira cuando acierta demasiado. Porque a veces basta escuchar según qué discursos para preguntarse: ¿por qué aplauden? Si no ha dicho nada. O ha mentido más que las etiquetas de “light”.


Si después de leer “Desde el jardín” os da por cultivar geranios, pues al menos tendréis algo bonito que mirar mientras el mundo sigue girando... o yendo de culo y sin frenos, que es lo más probable.


Yo, por si acaso, me voy a buscar un jardín. A ver si me sale alguna frase profunda mientras quito malas hierbas, aunque lo más probable es que lo único que saque sea un dolor de espalda decente.


Gracias, Jerzy Kosinski. Gracias Nelly Cacici (traductora)


©AnaBlasfuemia